No tienes que agradecerme, Dorian. —respondió con suavidad, sus palabras flotando como un eco amable entre las luces cálidas del salón—. Aquí nadie te exige máscaras ni disculpas. —se acercó al fuego, dejándole espacio, sin forzarlo a mirar nada que doliera—. La belleza no es un crimen, pero puede convertirse en una jaula si olvidas que el alma también envejece, incluso cuando el rostro no lo hace. —dijo despacio, casi como si hablara al fuego mismo—. Ese lienzo del que huyes no es castigo… solo verdad. Y la verdad, aunque duela, sigue siendo tuya. —lo miró entonces—. Mira el fuego cuanto quieras, Dorian. Él también consume sin odio. Y si alguna vez decides volver los ojos hacia ese cuadro, hazlo sabiendo que el perdón empieza cuando dejas de huir de ti.