Ah… siempre tan fiel a la quietud, hermana. —respondió, y en su voz había un respeto silencioso, casi reverente—. Tu sombra no me asusta, aunque a veces me obliga a mirar donde no quiero. Si mi fuego da vida, el tuyo recuerda por qué debe cuidarse. —sus ojos, encendidos por un resplandor sereno, se posaron en la figura inmóvil de Víspera—. Somos lo mismo, tú y yo. Yo muestro la risa, tú el eco que deja cuando se apaga. Y ambos, en nuestro modo, intentamos que el hombre no olvide su tiempo. —se inclinó apenas, en un gesto que era más un reconocimiento que una despedida—. Entonces deja que mi luz toque tus sombras, aunque sea por un instante. Tal vez así, incluso el futuro pueda recordar lo que fue cálido alguna vez. Además, hermana, estás algo pálida. —intentó bromear con aquel pésimo chiste.