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La nochebuena había llegado a la enorme casa del pueblo. Todas las navidades, Alba y Marina eran enviadas allí solas hasta que se le unían sus padres la última semana del año. Bueno, técnicamente no estaban allí solas. La propietaria de la casa, su tía abuela Azucena las recibía desde que eran niñas con una montaña entera de polvorones, mazapanes y galletas de jengibre. Siempre esperaban a las dos hermanas para colocar el árbol de navidad y los adornos, era una tradición familiar.

Hasta el presente, se había mantenido. Daba igual que las niñas ya no fueran pequeñas, que una de ellas estuviera acabando la universidad y la otra acabase de empezarla. Al caer la noche el salón estaba decorado por todos los adornos acumulados tras años; el árbol contaba con sus bolas, su espumillón y sus lucecitas de colores parpadeando.

—Falta una cosa—Azucena agarró la estrella de la caja ya vacía—. ¿Quién la coloca?

—Ya no puedo coger a Marina para que lo haga. ¿La ponemos juntas cómo el año pasado? —preguntó a su hermana. Esta asintió.

Rara vez se peleaban. Siempre habían sido como uña y carne. Se llevaban tan solo tres años, pero nunca lo pareció. Casi se podría decir que tenían la misma edad. Físicamente, eran bastante diferentes. Alba se parecía más a su madre, había heredado sus ojos cálidos—aunque más claros, en un tono miel—; Marina a su padre, con su nariz y sus ojos azules tan cercanos. Alba siempre se había tintado el pelo de todos los colores que había querido, hasta que se había quedado en el platino de la actualidad. Marina, en cambio, era rubia. Desde niña su color de pelo no había cambiado.

—Muchas gracias, niñas.

—A ti, tita. Sabes lo mucho que nos gusta colocar todo este batiburrillo de cosas por la casa—la abrazó Alba.

No tardó en unirse Marina por el otro lado. Su tía había ido menguando con los años, ellas lo habían ido notando conforme crecían. Había cambiado mucho. Las arrugas poblaban su rostro, su pelo era cano y a veces le temblaban las manos y la voz.

Unos timbrazos en la puerta hicieron que las tres se separasen. Eran las ocho y media, el día de Nochebuena. ¿Quién podría ser?

—Hola, hola... ¡Alba!

—¡Natalia!

—Cuánto tiempo —sonrió la hija del vecino de su tía abuela.

Una chica un año menor que ella, alta, delgada y con una sonrisa infantil pintada en su rostro. Hacía unos cinco años que no se veían. Desde que Natalia se había ido a vivir a Londres con su madre tras el divorcio de sus padres. Se conocían desde niñas a causa de la cercanía entre ambas casas y la amistad de sus padres con su tía abuela. La de juegos y risas que habían guardado ambas casas.

—Ah, ¿ya es la hora? —se asomó su tía por detrás.

—¿La hora?

—Mikel nos ha invitado a cenar con ellos—explicó Azucena.

El padre de Natalia hacía años que no pasaba las navidades en el pueblo. Por ese motivo, en parte, tampoco habían tenido ocasión de verlo a él.

—¿Con ellos? —se volvió hacia Natalia— ¿También han venido tus hermanos?

—Sí. Hemos venido todos a pasar las navidades con papá. Mamá también. Ya sabes, de normal solo veníamos si caía en verano, pero este año han cambiado algunas cosas—sonrió risueña.

—¡Natalia! —su hermana, un poco más alocada que ella, salió corriendo y saltó a los brazos de la vecina.

—Marina, yo también me alegro de verte.

Retazos navideños.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora