Tus tardes de verano entre mis piernas. Eso es lo que recuerdo con más intensidad de aquella época en la que estar horas y horas tirados en tu cama era nuestro pasatiempo favorito.
La ventana abierta, intentando atrapar cualquier pequeño atisbo de brisa fresca que tu jardín pudiese regalarnos. El sonido de las chicharras en los árboles, los ladridos de los perros del vecindario y los chapuzones de los críos de los vecinos intentando olvidar el bochorno. El calor sofocante, que nos aislaba, que nos perlaba la piel, que nos erizaba los poros cuando nos soplábamos, juguetones, el uno al otro.
Yo me tumbaba en tu cama, apoyada en las almohadas blancas, con cualquier libro robado de tu estantería, desnuda, intentado no mover ni un músculo, no respirar demasiado fuerte, no hacer nada que me pudiese provocar más calor del que ya sufría. Y tú te pasabas la tarde entre mis piernas abiertas.
Flexionaba una rodilla y tú te colocabas entre ellas, apoyado en un codo, a un palmo de mi centro, mirándome. Me soplabas en los muslos, me los besabas. Me contabas el argumento del libro y los secretos que tenía que buscar entre sus líneas. Pero no me mirabas a mí, solo mirabas mi sexo. Como si nunca lo hubieses visto, como si no lo hubieses tocado, lamido, enjabonado ni penetrado mil veces. Como si fuese algo tan grande como el mayor misterio del universo o algo tan pequeño como la práctica necesaria para aprobar tu asignatura de anatomía. Con curiosidad, con amor, con una sonrisa de medio lado en tus labios.
Lamías mis muslos para provocar más frío con tus soplidos, y te lo pasabas genial viendo cómo me estremecía. Pasabas las yemas de tus dedos por su interior, despacio, rozándolos apenas, haciéndome cosquillas, y acababas el movimiento continuo enredándote en el débil y rubio vello de mi pubis, ese que tanta gracia te hacía que me dejase arriba cuando me depilaba, el que decías que parecía suave hilo de caramelo puesto bajo el sol. Anda que no eras cursi.
Me provocabas, me acariciabas, me dejabas de nuevo descansar... Sin apartar tu mirada ni un instante me recorrías con los dedos, despacio, apartando esto, apretando aquí, acariciando allá. Te entretenías en mi suave piel interior, y yo me mordía el labio intentando contenerme. Porque quería decirte que siguieses ahí, que más rápido, que más arriba, que por qué estabas parando... Pero eso, claro, hubiese roto el encantamiento.
Tocabas con voluptuosidad a veces, con análisis clínico otras... y me volvías loca. Cuando notabas que empezaba a humedecerme, apartabas de nuevo tus dedos, rozabas de nuevo el interior de mis muslos y me los mordías con suavidad.
Yo quería matarte. Yo quería bendecirte y conservarte entre mis piernas para siempre. Acercabas tu cara a mi sexo para olerlo y provocabas adrede mis protestas. ¡Serás cerdo! ¿Cómo hacías eso? ¿No te molestaba ese mal olor que todo el mundo decía que...? Pero tú volvías a reírte y me decías que no fuese idiota, que jamás habías olido algo tan apetecible. Que olía a verano, a especias, a promesas y a placeres. Que estarías oliéndolo todo el día, toda la vida, que ojalá pudieses embotellar mi olor para llevarlo contigo donde quisieses. Y a mí, lejos de parecerme siniestro o asqueroso, aquel deseo me hacía sentir deseada y poderosa.
Podías estar horas llevándome una y otra vez a arquear la espalda de placer... y dejándome caer de nuevo en la frustración. Porque sabías que me excitaba, que me ponía frenética no tener el control de tus dedos, de tus movimientos, no poder colocarlos donde yo quería ni cambiar tu ritmo al que a mí me acomodaba. Solo podía ver tu cara, tu sonrisa, tus ojos entrecerrados y tu lengua humedeciendo tus labios en un acto tan íntimo de placer que me obligaba a imitarte. Como cuando bostezas y todo el mundo a tu alrededor se ve incapaz de contener ellos mismos el bostezo. Así, sin poder evitarlo, humedecías mis labios, todos ellos, sólo con humedecer los tuyos.
Lentas y suaves caricias, débiles pellizcos inesperados, continua y placentera exploración que me podían, que me rendían. El libro olvidado, las sábanas arrugadas, la mirada perdida y la respiración entrecortada. Y me llevabas donde tú querías, un poquito más lejos cada vez, y me volvías a traer. Y cuando sabías, porque lo sabías, que ya era imposible traerme de vuelta, que llegaría al final contigo o sin ti irremediablemente, me dabas las caricias que me habías estado negando, me comías con el ansía que te había estado suplicando y me mirabas por fin a la cara para verme explotar en esa pequeña muerte que mencionan los franceses que, de placeres, ya se sabe que son de los más entendidos.
Y con todo suspirabas, apoyabas la cabeza en mi vientre mirando al techo y me contabas el final del libro que apenas había podido empezar a leer. Me dejabas enredarte el pelo y acariciarte la cara y decirte que tus libros eran una mierda. Que jamás, nunca, había sido capaz de dejar a medias un libro que ya había empezado. Excepto los tuyos. Los tuyos jamás fui capaz de terminarlos en ninguna de aquellas tardes de verano que pasaste entre mis piernas.
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Entre mis piernas
RandomPequeño relato de contenido erótico. Solo para mayores de 18 años.