Primera noche

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—Gabrielle—dijo. Su voz pareció sacarme de la especie de ensueño en el que me había sumido, de inmediato, solté su mano—, tu nombre es muy... bonito. 

El demonio no debía poder pronuncir esa palabra y, aun así, parecía saborearlas cuando hablaba. En sus ojos azules había un brillo de diversión, como si el hecho de ver el horror en mi rostro le resultase placentero.

Nos habíamos internado en lo profundo del bosque, él guiándome entre la espesura. Los árboles eran tan altos que impedía que la tenue luz de la luna se colara entre sus ramas, dejándonos en completa oscuridad. Ni siquiera había sido consciente de que lo estaba siguiendo en completo silencio hasta que se detuvo en medio de un claro, en donde se alzaba una cabaña vieja y espeluznante. Una vez soltó mi mano, el hombre se acercó a la choza y mantuvo la destartalada puerta abierta para mí. 

—¿Me has seguido todo este tiempo y no piensas entrar? —preguntó suavemente—. Vamos, no te haré daño.

¿Quién podría confiar en la palabra del diablo?

—¿Lo prometes?—pregunté, en voz tan baja que creí imposible que él me oyera. 

Él entrecerró los ojos.

—Lo prometo, Grabrielle. 

Asentí, pero mis pies continuaron clavados al suelo. El hombre demonio entrecerró los ojos y apretó los puños, impacientándose. Quizás enojar al diablo no era una buena idea, en especial ahora que mi nombre no podría protegerme de él. 

Tal vez nunca lo había hecho.

—Si no te he matado en medio del bosque, ¿por qué lo haría ahora?—preguntó, como si la idea fuese lo más ridículo pensado jamás—. Mientras más avance la noche, más frío hará. El clima podría matarte antes que  yo. 

Sus palabras solo consiguieron inquietarme más; sin embargo, tuve que admitir tenían sentido. La temperatura había comenzado a descender y aunque en esa parte  del bosque la neblina se había disipado, el cielo encapotado parecía anunciar que pronto comenzaría una tormenta, de esas que desatan toda su ira sobre los pueblos olvidados por el resto del mundo, que los destrozan. Una ráfaga de viento helado me hizo estremecer, como si la naturaleza estuviese de lado del hijo de la bruja; decidida a matarme. Rendida, arrastré mis pies por el césped, hasta el interior de la cabaña. 

—Además, la sangre es muy difícil de quitar—agregó en un susurro, cuando pasé por su lado. 

Retrocedí por instinto y él soltó una carcajada, evidenciando lo mucho que disfrutaba de la situación.

—Bromeo—musitó, y sus ojos azules brillaron. 

La cabaña carecía de cualquier iluminación, no podía distinguir más que sombras. El hombre mosntruo debía conocer muy bien el lugar, o tener una vista perfecta pues, así a oscuras como estaba, no tuvo problemas en entrar en su interior. Lo escuché moverse con rapidez, el sonido de sus pasos golpeando un suelo de madera y el golpeteo de lo que me parecieron ramas chocando unas con otras. Al cabo de unos minutos en los que permanecí inmóvil en el umbral de la puerta, las cálidas llamas de una chimenea por fin me permitieron observar mi entorno. 

—¿Qué es esto?—murmuré. 

No había rastro de rituales de sangre ni de vísceras esparcidas por el suelo, se trataba de una casa  normal. La cabaña era pequeña y todo ahí era viejo: el raído sillón, la mesa de madera apolillada y sus dos sillas, un librero con algunos tomos de lomos rotos y hojas amarillentas. La chimenea se encontraba en medio de la salita y, a un lado, había una escalera de madera que conducía a una especie de altillo, con un armario pequeño debajo de ella. Eso era todo.

Llamado de brujaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora