La soledad de Versalles

488 55 31
                                    




Tenía mucho que hacer aún y no había encontrado un solo momento para descansar de sus obligaciones. Después de la gran reforma que fue imponer impuestos a la nobleza y demoler la Bastilla, María Antonieta ponía todo su empeño en mantener el constante cambio hacia una Francia liberal.

Ahora dirigía sus esfuerzos en organizar salones en lugares que frecuentaba la plebe, asegurando la participación de la nobleza, y así facilitar la comunicación entre los estamentos.

Si tan solo Gabrielle dulcificara sus labores reales con su compañía, la tarea no sería tan ardua. Pero no sabía de ella desde que su esposo se negó a pagar los impuestos. Probablemente resolvió huir del país, llevándose a Gabrielle con él. Al pensar en su mejor amiga sentía que se le partía el corazón.

La soledad arrastraba sus pensamientos a Luis XVI. El rey llevaba una semana lejos de María para completar la tarea de liberar a todos los presos políticos, llevándose a Lafayette y Fersen con él, en tanto Blaisdell se encargaba de Versalles.

Mientras se lamentaba de sí misma y se dirigía al refugio de sus alcobas luego de un amargo día de trabajo, la abordaron ingratamente.

—Su majestad, qué oportuno encontrarla.

Adelaida se apareció por el corredor y no tenía un rostro precisamente contento de ver a la reina.

—Madame, ¿me buscaba usted? Ahora mismo estoy muy cansada como para discutir algún asunto, pero si tiene alguna urgencia que tratar conmigo, la escucho.

—No voy a decir que me sorprenda su descortesía conmigo. Yo solo venía a anunciarle que ni yo, ni las demás damas nobles que tengan respeto por su linaje se presentarán al salón organizado en la sucia taberna que usted patrocina. He tratado de comunicarle mi decisión en cuanto recibí las noticias de sus nuevas intenciones, pero no he podido encontrarla en todo el día.

—¿Eso es todo, madame? —le respondió con hastío—. Considere que me ha informado y que estoy al tanto de su opinión reticente a un futuro mejor para Francia.

—¡Su majestad! Por Francia es justamente que me opongo a sus reuniones con los plebeyos. Perderá todo lo que nos distingue del resto, no podemos conservar nuestra dignidad si usted continúa...

—No puedo dejar de interrumpirla. Estoy segura de haberle asegurado que me considere informada de su opinión.

Adelaida le lanzó una mirada furibunda, como si con los ojos pudiera arrancarle la obstinación a la reina.

—Hablaré con el rey. Sin duda mi sobrino conserva algo de criterio —Se aseguró de inspeccionarla con la mirada antes de continuar—. Pese a su influencia.

María le sostuvo la mirada con toda la paciencia que le restaba y madame Adelaide se retiró sin ofrecer una reverencia. La reina no debía pasar por alto tamaña falta de respeto hacia su persona, pero comprendía que Adelaida empeorara su comportamiento con ella durante las ausencias del rey, y ya no tenía ánimos de continuar los conflictos, aun cuando fueran necesarios en esta ocasión.

Al estar en su habitación se permitió dejar fluir sus emociones. No pudo evitar pensar que Adelaida y muchos otros de alta cuna, la acusaban de una inminente caída de la nobleza. Primero fue una princesa austriaca entrometida en la casa de los borbones, luego madame Déficit ¿y ahora? Sus acciones habían cambiado la historia. La revolución del pueblo no terminó con su cuello descansando en la fría guillotina, pero era inevitable seguir generando reprobación.

De pronto, entró un sirviente anunciando una carta del rey. María se abalanzó hacia la bandeja que contenía noticias de su compañero, y mientras el mensajero se retiraba, ella abrió el sobre con cierta agitación para luego leer a toda velocidad. La carta concluía de la siguiente manera:

La soledad de VersallesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora