Había crecido entre las heladas y hostiles paredes de un palacio escandalosamente grande. No tenía hermanos, desconocía el porqué y tampoco me atrevía a preguntar. Mis progenitores eran dos personas severamente ausentes, estaban constantemente ocupados en sus quehaceres. Y, aunque tenía más de una docena de sirvientes a mi disposición, su compañía no se comparaba con el afecto paternal que debía haber recibido.
La señora Margaret era lo más parecido a una madre que yo podía tener. Era una viuda de tez pálida que rozaba los 50 años de edad. Era alta y siempre tenía que bajar la cabeza para poder mirarme con sus grandes ojos verdes. Su pelo siempre estaba perfectamente recogido y sus sombreros negros con guantes a juego, hacían de la señora Margaret una mujer digna de salir en la cara de una moneda. Aquella imponente dama era la que mi madre había contratado para que me enseñase a ser una mujer.
Antes de continuar, considero oportuno explicar por qué mi madre había tomado semejante decisión.
Como ya he mencionado antes, yo no tenía ningún hermano y eso quería decir que mi padre no tenía ningún hijo al que traspasarle el ducado. Evidentemente, era impensable que lo traspasase a una mujer, así que le era de suma urgencia que yo me casase. Pero, por supuesto, no podía casarme con cualquiera. Debía ser un hombre de buen parecer, buena familia y, sobre todo, buena reputación. Sus habilidades como duque realmente no importaban tanto.
Por ese motivo, mi madre contrató a la elegantísima señora Margaret. Era necesario que todo en mí fuese perfecto, para así tener la mayor cantidad de pretendientes posible. Desde que tengo memoria, a mi lado ha estado la amable viuda enseñándome todo lo que debía saber sobre cómo ser una buena mujer, aunque yo simplemente era una niña.
No detestaba a mis padres por ello, ni mucho menos, pero me consumía por dentro la idea de que mi mayor logro en la vida iba a ser casarme. Era como una marca de nacimiento de la que no me podía deshacer y que me quemaba cada día más. Estaba condenada a hacer algo que ni siquiera sabía si quería realmente.
Sin embargo, sí había algo de lo que estaba segura que deseaba con todas mis fuerzas. Heredar el ducado. Durante las oscuras noches, me escabullía de mis aposentos y me dirigía con una pequeña lámpara en la mano al lugar donde mi padre trabajaba. Me pasaba horas leyendo sus libros y aprendiendo sobre las cuestiones que a un duque le competen. Y, aunque no me era posible conseguir la oportunidad de demostrarlo, se me daba estupendamente todo lo que tuviera que ver con el título que portaba mi familia. Quería ser una duquesa sin necesitar de un duque; pero, si se lo hubiera expresado a alguien, hubieran pensado que había sucumbido a la demencia.
***
Era un día lluvioso de abril. Aquel día había transcurrido como todos los anteriores: de la manera más monótona posible. La señora Margaret había llegado puntual al palacio, porque ella siempre decía que el tiempo de las demás personas era preciado y que la mejor forma de demostrar el respeto que uno sentía por alguien, era llegando siempre a tiempo.
Pasé toda la mañana practicando mi forma de caminar, aprendiendo a bordar y tocando el piano. Eran tareas que realmente no me despertaban el más mínimo interés, pero que no tenía opción de rechazar. Tenía que realizarlas todos y cada uno de los días de mi vida.
Cuando al caer la tarde y despertarse la noche la señora se fue, supe que se acercaba el único momento agradable de mi día. Cené con mi madre en la gran mesa, mientras mi padre estaba en su oficina, resolviendo unos asuntos que tenía pendientes. Me preparé para, supuestamente, ir a acostarme y me fui a la cama a esperar a que todos durmiesen.
Cuando pensé que ya no había nadie merodeando por el palacio, me dirigí a hacer lo que hacía habitualmente. Fui de puntillas emocionada por poder de nuevo pasar la noche entre libros; pero un escalofrío me recorrió la nuca cuando vi que la puerta de la estancia de mi padre estaba entreabierta y la luz encendida. Me paré en seco y me di cuenta de que mi padre no estaba solo.
Escuché la voz alterada de mi madre, jamás la había escuchado así. —¿Acaso tu vista ha quedado nublada Harrison? ¡La niña se presentará en sociedad en la próxima temporada! ¡Contarle la verdad ahora supondría distraerla de su tarea y podría hacerle perder la compostura! ¡Podría hacerle pensar que no tiene porqué casarse!—.
—No creo que eso suceda querida Helen. Ya tiene una edad propicia, es madura y estoy seguro de que podrá gestionar perfectamente sus emociones. Debemos contarle la verdad—. Respondió mi padre en la calma y sobriedad propias de una persona que ostenta un título otorgado por un rey.
—No. Me niego a hacer eso. ¡Podríamos perder todo aquello por lo que hemos estado luchando los últimos 15 años! No permitiré que eso pase y, si decides hacerlo, me encargaré personalmente de que no quede ni un pequeño rastro de esperanza en tu vida. ¿Me comprendes? ¡Mantén la boca sellada!—gritó mi madre de la forma más exasperante posible.
Escuché cómo sus pasos se aproximaban a la puerta y no tuve más remedio que correr hacía mi recámara. Después de todo, se notaba que estaban hablando de mí a mis espaldas, de modo que no creo que les gustase descubrir que estaba allí.
Me acosté con el corazón palpitando tan rápido como el galope de un caballo. ¿Qué me habían estado ocultando? ¿Qué debía ser tan escandaloso como para hacerme perder la compostura? Y, aún más, ¿podría ser aquello la salida a mi condena? Si era así, debía averiguarlo.
Si había una forma de escapar a mi destino, necesitaba saberla. Necesitaba saber si esta mujer de cristal podría romperse.
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Mujer de cristal
RandomHeather es una chica británica de 15 años que vive en el siglo XIX. Hija única de los duques de Sutherland, Harrison y Helen, su mayor preocupación en la vida es continuar el legado de sus padres. Tarea que, siendo mujer, solo puede completar de una...