Los rayos de sol se filtraban por las improvisadas cortinas hechas con retazos de telas que Victoria había recolectado por doquier, y que tras el impreciso ejercicio de la costura manual se habían convertido en el único obstáculo entre el sol y la cama. Victoria dormía plácidamente. Era el sábado en que cumplía 23 años, los años de la mariposa. El tema le había estado dando vueltas por la cabeza. Alguien le había contado que, muchos años atrás, una misteriosa invasión de mariposas había tenido lugar en Buenos Aires, justo el mismo día en que Julio Cortázar, su Julio Cortázar, había dado el último suspiro. Victoria sintió la claridad de la luz en sus ojos cerrados. Comenzó a tener conciencia de que se había despertado. No podía recordar ninguno de los sueños de la noche. No abrió los ojos. Se quedó acurrucada en la cama, con el sol en su rostro, jugando a ver los colores que se ven con los ojos cerrados. Primero un amarillo fulgurante, el color que ven los ciegos, atravesado por estelas castañas. Luego, un rojo anaranjado, japonés. -Ha de ser el color de la piel-, pensó. Allí estaba, jugando a convertir el amarillo en naranja, y después en rojo, previa escala en el naranja, colores que se interponían una y otra vez, con tanta sincronía que se convertía en danza, cuando vio por primera vez un color que nunca había visto en sus mañaneros juegos de ojos cerrados. De pronto, una estela violeta apareció, primero tímidamente, luego apoderándose de todos los colores, transformándose lentamente en turqueza, hasta llegar al azul. Un azul puro y transparente, eterno. -Así se debe ver el mar desde el cielo-, susurró. Una especie de relámpago de color negro la turbó. Abrió los ojos de golpe. Extendió sus enormes pestañas y la vio. Detrás de la cortina, entreverada con la luz del sol, se había posado sobre el marco una mariposa con enormes alas azules, atravesadas por vetas negras. Victoria se refregó los ojos, para comprobar que no seguía dormida. La mariposa permanecía inmutable en la ventana. Decidió ir a buscarla. Corrió las colchas, puso los pies del lado derecho de la cama y se sentó un momento. Olió los melancólicos jazmines que descansaban en un viejo vaso en la mesa de luz desde hacía algunas horas, saludó con una reverencia el poster del flaco Spinetta y enfundó los pies en unas ridículamente coloridas pantuflas que papá le había comprado mucho antes de llegado el momento de convertirse en mariposa.
Los hechos se sucedieron ese día con un frenetismo tal que cuesta describirlos minuciosamente. La mariposa que escapa de la ventana. Victoria, en pantuflas, detrás de la mariposa. Un repentino y profundo sendero arbolado. Victoria divisó, entre el follaje, un tronco talado y se sentó a descansar. Había andado horas. El sol penetraba entre los álamos y le daba en los ojos. Para entonces, Victoria cayó en la cuenta de que le habían crecido cuatro enormes alas de mariposas. Quiso volar, pero no pudo. Aprendió que, después de dejar de ser crisálida, hay que esperar algunas horas hasta poder estrenar las alas. Hay que aprender a volar. Caviló, durante ese tiempo, sobre los lugares que visitaría en su primer vuelo. Resolvió que tal vez la cordillera quedaría muy lejos, que sería preferible algún sitio no tan distante. Trató de imaginar algún lugar de la ciudad, pero se dijo a sí misma que era insensato: ahora que podía volar debía aprovechar para ir hasta algún sitio al que no pudiera acceder caminando. Empezó a agitar sus alas, ya era el momento. La primera vez que voló sintió una paz infinita. Se elevó lo más que pudo, hasta que los techos de las casas se vieron pequeñitos y los árboles parecían de juguete. Pudo ver la impávida pampa húmeda extenderse sin fin, allá donde terminaba el gris de la ciudad. Aleteó con fuerza, hasta llegar hasta el delta. Trató, en vano, de identificar alguna de las islas. Era imposible. Descendió hasta uno de los islotes. Se quedó reposando durante varias horas en unos camalotes en medio de un pantano, que el viento mecía con paciencia. Evitó pensar. Cerró los ojos y se dejó inundar por el canto de los pájaros, el sigiloso rumor del inmenso Paraná, la música de los juncos mecidos por una suave brisa.
Cuando amaneció, sintió unas ganas irrefrenables de volver a casa. Agitó sus alas y emprendió el vuelo. Llegó alto, muy alto, como Remedios, allá donde no la podían alcanzar ni los más altos pájaros de la memoria. Al rato, pudo ver el campito maldito, la estación de trenes, las callecitas simétricas y estrechas de San Miguel. Se posó sobre la ventana de la habitación de la planta alta. El radiante sol de esa mañana la atravesaba. La luz que penetraba sus alas iridiscentes jugaba a reflejar todos los colores posibles sobre la cabecera de la cama. Victoria se quedó un rato remoloneando en la cama. Abrió los ojos, se sentó en la cama, olió los jazmines, saludó al flaco con una reverencia y se puso las pantuflas más ridículas del mundo.
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Mariposa
FantasyHistoria de una mariposa. Escrita para intentar enamorar a una chica.