Kato

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Viejas sintonías en AM, bocinas a unas cuadras, ruedas sobre el asfalto húmedo y muchos comerciales. El intenso vapor que nace de la alquimia sagrada entre el curry, las especias y el chaibu, sube y se esparce a través del aire, entre callejones, entre edificios, entre la gente; suave se inmiscuye a una habitación oscura por el pequeño orificio abandonado de una ventana rota. Un sutil cosquilleo en su nariz, una pequeña descarga eléctrica, logra que Kato recuerde a su mamá preparando la cena en una tarde cálida cuando él solo era un niño pequeño. Levanta su cabeza de la almohada y se sienta, con hambre. Pero no solo siente el estómago vacío, su alma también. Una lágrima solitaria cae y choca contra el que alguna vez fue un cobertor blanco. Tiene las manos sucias, más sucias de lo habitual, y bajo sus uñas reside una mugre negra e insalubre que cuenta sobre sus andanzas, pero también porta enfermedades. Cuando apenas se levanta, el espejo manchado distorsiona sus costillas y sus huesos, volviéndolos monstruosos, siniestros y frágiles. Siente frío, le duelen las rodillas.

Nadie más mira a Kato, nadie más que yo. En esa solitaria carta que llega el día 10 de cada mes con el reporte de sus voir, sólo aparece mi nombre de usuario con la cantidad mísera de dinero que pagan las horas que lo observo.

Miro a Kato todos los días en la privacidad de la noche, en mi departamento de occidente, en mi cama. Sentir lo que alguien como él siente y poder acceder a hermosos recuerdos por cosas tan simples como un plato callejero barato me hace mantener los pies en la tierra; me hace ser y sentirme menos miserable que en las mañanas cuando miro a Rita o a James para sentirme motivada y productiva antes de ir a trabajar. Con ellos, a diferencia de con Kato, puedo sentir el sabor de comidas exóticas en restaurantes estúpidamente caros, viajar en primera clase, sentirme deseada y tener sexo con gente estúpidamente hermosa. Pero en la calle, en el trabajo, o en donde sea nadie comenta sobre Kato. Nadie lleva su dispositivo voir portátil para ver desesperadamente a Kato donde sea ni cuando sea. Él no tiene sesiones fotográficas, ni se codea con gente famosa; tampoco salta en paracaídas, no maneja autos lujosos ni participa de entrevistas.

Él no hace nada interesante para los demás, solo siente, solo recuerda. No vive del presente porque sus ánimos se agotaron y tampoco puede hacer nada al respecto porque el sistema no se lo permite, porque a nadie le importa.

Sin embargo, en días como hoy, cuando sé conscientemente que soy otra mierda de persona más en este mundo, Kato relaja su espalda y adopta una postura hermosa en ángulos perfectos con sus brazos y manos, y comienza a tocar. Un violín imaginario, que yo veo, que yo escucho; resuena, vibra y envuelve todo, se lleva todo lo malo y hace que mis ojos estallen en lágrimas que se escapan bajo el visor. ¡Oh y los recuerdos! ¡Qué recuerdos! Ese campo, la brisa agradable, los olores a flores silvestres que saturan mis sentidos, su hermana pequeña tomando su mano mientras corrían junto a un cachorro, el tren pasando a lo lejos a una velocidad impresionante y ellos saludando. Una sonrisa, dos sonrisas, dos sonrisas y un ladrido. Todo se nubla, todo se estremece, todo es tristeza, todo es felicidad, todo es alivio mientras la cabeza de Kato se estrella contra el suelo.

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⏰ Última actualización: May 26, 2021 ⏰

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