Tormenta, playa y hogar

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Salió corriendo a la playa en medio de aquella lluvia, y se sentó en la misma posición y el mismo lugar de siempre. Mar cerró sus ojos y esperó un largo rato en la oscuridad, que de forma breve se interrumpía por los destellos de los relámpagos. Entonces de la nada el ruidoso ambiente de tormenta fue reemplazado por un relajante conjunto de sonidos propios de un día relajante en aquella ribera.

Un pequeño arbusto grisáceo y espinoso daba vueltas alrededor de Mar, sacudiendo su larga cola plagada de mariposas del mismo color, dando grandes pasos con sus diminutos pies de madera. Mar no le daba importancia, estaba acostumbrado a tener a Grote (así lo había nombrado) cerca la mayoría del tiempo. Así que decidió abrir los ojos y se encontró con lo que buscaba: la lluvia ya no estaba y otra vez se encontraba en ese pacífico y raro lugar.

Era un bello día fresco y soleado en aquellas costas arenosas y coloridas. El agua se mantenía en un ritmo constante, casi creando una melodía combinada con el suave sonido del viento y las zancadas que daba la planta, yendo y volviendo, llevándose cosas de la orilla y trayendo otras en su lugar.

Mar estaba sentado, con las piernas cruzadas y la mirada fija en un punto específico en alguna parte del suelo, como si nuevamente estuviese esperando algo, aunque ni él mismo sabía a qué estaba aguardando. Grote dejó de caminar lentamente, hasta que se echó por completo en el suelo, a un lado de Mar, aparentemente cansado. El humano dio al arbusto algunas largas caricias por un rato, hasta que el matojo quedó casi inmóvil, abatido en un sueño.

Las aguas cambiaron su ritmo y comenzaron a moverse en extrañas direcciones, casi circulares, entorno a un mismo lugar, cambiando de color de forma parpadeante. Un remolino se estaba formando, en un inusual lugar, quizá demasiado cercano a la orilla, y con él unas enormes nubes negras se juntaron sobre aquel sitio, para empezar a tronar y dejar caer una llovizna de tonos rosados. Todo esto despertó de inmediato a Grote, que se alarmó al ver lo que sucedía, mientras Mar se mantenía sereno y atento a cada detalle, casi como si lo que estuviese viendo fuese una simple película detrás de una pantalla y él un simple espectador.

El enorme agujero que se abría en la superficie de esas aguas se volvió lucífero de repente, al mismo tiempo que un trueno se sentía caer a una no muy larga distancia, y el matorral se escondía detrás del aparentemente inmutable hombre que seguía sentado y mantenía sus ojos entrecerrados ante el feroz resplandor que surgía del agua. Del destello de luz fue lanzada hacia arriba una masa gorda, de color violeta, de aspecto gelatinoso, aunque al mismo tiempo era similar a una bella piedra bruñida. Tenía un pequeño y tierno rostro casi humano, y unas pequeñas patas sin dedos. Luego de volar unos segundos, cayó de bruces sobre la cabeza de Mar, dejando en él luego una mancha de su mismo color, pegajosa y de olor desagradable, que parecía imposible de quitar, luego de los intentos del sujeto por limpiarla con la camiseta que llevaba puesta. La masa se fue corriendo despavorida con sus adorables patitas, tropezando y levantándose una y otra vez. Entonces otra misteriosa figura salió disparada de la misma forma desde la boca del remolino, ésta vez cayendo encima de la masa violeta. Era otro matojo, similar a Grote, sólo que éste era más grande y era de un color rosado intenso, además de que no tenía cola y sus pies parecían ser de piedra. Al aterrizar éste último, la gran luz del remolino se apagó así tal cual fuera una lámpara de interruptor.

La masa violeta se incorporó forzosamente y se echó a correr otra vez, ya sin tropezar, huyendo del matorral rosado, que le seguía el paso a todo velocidad por detrás, casi rozándola. Corrían demasiado rápido, teniendo en cuenta sus pequeñas dimensiones y sus diminutas patas que parecía que apenas sí podían sostenerlos en pie. Mar y Grote observaban la escena, que hasta podría considerarse cómica, sino fuera por el hecho de que los últimos sucesos ocurridos no tenían explicación alguna y carecían de sentido.

En lo que pareció un instante, el arbusto perseguidor se tiró con todo su cuerpo encima de la masa (la cuál era más pequeña), y la tapó por completo, para después de unos segundos incorporarse y relamerse, descubriendo así su boca y una luenga lengua. La masa ya no estaba ahí, se la había comido. Sorprendentemente, Mar se alarmó un poco y se incorporó, y empezó a hacer señas de enojo hacia el arbusto que se la había tragado, ya que no podía expresarse mediante palabras en forma de insultos o regaños, porque éste era mudo. Le molestaba el hecho de ser testigo de tal acto, no le parecía justo, y sentía pena por aquella masita que ahora yacía en el posible estómago de esa planta.

El matorral no comprendía ninguna de las raras señales que el tipo hacía con sus manos, pero se dio cuenta de cómo se sentía cuando notó un aire de tristeza en sus ojos, y se sintió arrepentido. Decidió vomitar a la masa, porque de todas formas no tenía hambre y era sólo un juego para él, aparte de que ahora sentía empatía hacia ellos. Mar se vio alegre cuando vio a la masita ser expulsada de la boca de la rara criatura y quiso ir y acariciarla, pero su feo aroma no permitía acercarse mucho y rápidamente cambió de opinión.

Al verlo ya feliz, pensó que ya no habría problema si se lo comía ahora. Entonces la masa fétida y pegajosa volvió a ser devorada por los dientes del arbusto color rosa, que para hacerlo tuvo que abrir su boca de manera grotesca. Aquella escena volvió a enojar a Mar, quién ahora hacía garabatos en la arena con rabia, mientras gesticulaba puños amenazadores con las manos hacia el rosado. Ante esa situación, Grote se sentía confundido y asustado, definitivamente le tenía miedo a ese arbusto con patas de piedra. Temía que también pudiera tragárselo a él. El arbusto volvió a repetir el proceso de vómito y la masa volvió a respirar el aire del exterior, ésta vez ya había entendido: no podía comerse bajo ninguna circunstancia a la bola fea, sino el bicho alto se enojaría y se pondría triste, y el arbusto sin color se asustaría.

Mar se sintió aliviado al ver a la masita a salvo, y se relajó. Decidió volver a cambiar de ambiente. Se sentó en su antigua posición, con los ojos cerrados y las piernas cruzadas. Las demás criaturas no entendían que estaba haciendo, supusieron que quizás estaba por dormir. De inmediato puso toda su concentración en esa importante tarea, y ya casi estaba a por conseguirlo, estaba a punto de lograrlo, y... Abrió sus ojos y se encontró en otro lugar.

Se paró de un salto y lo reconoció de inmediato, avanzó hacia la puerta de una casa, él y las criaturas estaban dentro. Abrió la puerta y salió a sentarse sobre el rocoso y húmedo escalonado de piedra gris, que cubría gran parte del frente de ese hogar, y se encontraba decorado con gran variedad de rocas de todos los colores. Los extraños bichos enanos hicieron lo mismo, todos se veían fuertemente atraídos hacia el maravilloso paisaje que ahora se hacía presente y podía deslumbrar a cualquiera. La luz cegadora del sol se desplazaba a todos los rincones, llenando el lugar de calidez e incluso felicidad, sumado al hermoso perfume que se desprendía de las muchas flores y raras plantas que había por doquier.

Se sintió satisfecho y pleno, porque ahora podía quedarse en ese mundo con sus nuevos amigos, sabía que sí. Había estado pensando y buscando por un largo tiempo dónde quedarse, para que él no lo atrapara, porque a cada lugar que iba, él lo encontraba. Pero ahora el hombre malo de la tormenta ya no lo perseguiría nunca más, ahora ya estaba muy lejos de él. Por fin era libre.

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⏰ Última actualización: Jan 21, 2021 ⏰

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