Brotar

Un día despertaré más liviana, haré la cama, me prepararé un café y tomaré una ducha, y sin darme cuenta ya no quedará ningún rastro tuyo haciéndome cosquillas en el alma. Entonces pensaré que por fin mi amor por ti ha muerto, que ya no hay vuelta atrás, que ya no vale la pena arrepentirme de haberte ignorado cuando tocabas a mi pecho, martillando mis costillas.

Quizás entonces piense que el amor sí muere, que los enamorados sí se vuelven indiferentes, y que los besos sí se evaporan con el tiempo, pero será mentira.

El amor es un árbol que crece desde el estómago, una semilla implantada por allí, un par de ramitas que sentimos como mariposas mientras sigue creciendo y llega al diafragma, y sus hojas rozan nuestros pulmones, y entonces sentimos que nos falta el aire cuando se acerca, y sigue creciendo, hasta alcanzar la garganta y salir por los labios, y en ese instante ya no quedan miedos, porque el árbol del amor se ha apoderado de nuestro cuerpo. Pero cuando las cosas no funcionan y se nos olvida regar con esmero sus raíces, que siguen creciendo en el estómago y no de los labios para afuera, ocurre que el amor se cansa, y el árbol en vez de morir comienza a achicarse. Sus ramas regresan por el mismo camino, demasiado crecidas para entrar sin problemas, y llegan los arañazos y sangramos las paredes de nuestro cuerpo, y por eso nos duele, por eso el desamor duele.

Cuando alcanza el estómago, el árbol vuelve a ser una ramita, y así va escondiendo sus hojas hasta quedar por completo convertido en semilla, y entonces llega esa mañana en que sentimos que por fin dejamos de amar, pero he ahí el error, basta con una mirada, basta con un encuentro efímero bajo las luces de un semáforo, basta con que una sola gota riegue la semilla, para que de esta vuelvan a brotar hojas.