Amantes - Parte 1

4 0 0
                                    

-¡Bienvenidos a San Ignacio!- dijo el padre Rodolfo a la multitud de alumnos que se agolpaba en el patio interno – Esperemos que este año sea uno productivo y podamos mantener el prestigio que se ha ganado nuestro amado colegio en nuestra comunidad. Las clases los esperan ahora, que tengan un buen comienzo. Dios los bendiga.

Ariana Montes miró al sacerdote desde su posición como alumna de quinto año. Junto a él también se paraban un buen número de profesores y algunas hermanas que prestaban servicio alli: los dos profesores tenían alrededor de cincuenta años, uno panzón y sin pelo alguno y el otro un profesor delgado de rostro severo y pelo negro que anunciaba un pasaje a los grises de la vejez. Y así como los profesores eran parecidos en edad, las monjas eran diferentes: una anciana encorvada que estaba a lado del sacerdote director y la otra joven y de considerable estatura, pelo castaño que le caía en dos cascadas al costado de su habito y una mirada tranquila y amable. Rompieron las filas de estudiantes y partieron a las aulas.

Ariana era una de las nuevas incorporaciones al cupo de alumnos de San Ignacio. Había llegado junto a otras veinte mujeres, por el año 90, cuando el colegio decidió volverse mixto. Sus 17 años apenas se dejaban ver, era menuda de piernas largas y curvas apenas pronunciadas; tenía la piel blanca lo que le daba un aspecto frágil salvo por los cachetes ligeramente colorados que, junto a sus ojos grandes, terminaban de cerrar un aspecto de inocencia que deleitaba a los compañeros de clase. Compañeros a los que Ariana ignoraba rutinariamente y quienes en venganza esparcieron rumores sobre la niña: que tenía dos novios distintos en su otro colegio, que era la amante de un político de la ciudad y todas las tardes al salir de clases pasaba a buscarla en un lujoso auto, etc. Ariana supo desoír estos rumores y se rodeó de un par de amigos con los que nunca compartió absolutamente nada de su misteriosa vida; por lo que al momento de desaparecer solo la hermana Valentina Ocampo supo que había sido de ella.

Valentina se fijó en la muchacha apenas la vio atravesar el umbral de las puertas del colegio el primer día de clases y por un buen tiempo mantuvo el ojo atento en ella. Sentía culpa sin duda, después de todo era una hermana y había jurado servir y solo amar a su Señor, un juramento devoto del que solo le libraría la muerte. Pero aquello no era amor, era deseo, cada vez que veía a la jovencita pasear por los pasillos robándose suspiros.

Fue recién durante el baile que Dios la puso a prueba, y lamentablemente falló. San Ignacio, organizaba cada año un baile en invierno, para que los alumnos disfrutaran de sus últimos días antes del receso. "Vos sos joven" le habían comentado las otras hermanas y sin preguntarle siquiera le habían asignado la responsabilidad de cuidar el descontrol, frenar el desacato. Eran ella o Chavez, así que tuvo que aceptar casi por obligación.

Igualmente, muchas cosas no habían pasado salvo un par de chicos que habían querido entrar con alcohol, la verdad que aquella generación había sido la más dócil. Llevaba cinco años en el colegio y aquella promoción era la más tranquila de toda su carrera docente, por lo que a las once de la noche (a una hora de que terminé el baile) ella estaba a las puertas del colegio regodeándose de la frescura de la noche que anunciaba un invierno crudo. Fue ahí que entabló conversación con Ariana.

La muchachita había salido también y mentiría si no dijera que pensó que lo había hecho a propósito, porque en cuanto le vio le dedicó una sonrisa que marcaba la cuenta regresiva hacia su perdición.

-¿Quiere un pucho hermana?- le dijo la chica y con una mirada traviesa puso dos cigarros en sus labios. Luego le tendió uno.

Historias de San IgnacioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora