Prólogo

6 1 0
                                    


El presidente de Paraguay, ex obispo de la iglesia católica, reconoció ser el padre de un niño de dos años, concebido cuando aún vestía los hábitos.

Diario de tirada nacional, abril 2009

La mujer lloraba en el piso en un vano esfuerzo por reclamar la atención del hombre que juntaba sus pertenencias en las cajas de cartón dispuestas en la cama matrimonial que ya no cumpliría esa función desde ese día. El hombre, imperturbable al llanto de su, hasta ese día, mujer simulaba no oír los sollozos que ganaban fuerza por minutos. La mujer al ver que su espectáculo no conmovía al objeto de su interés, cambio de dirección a la adolescente que miraba la escena con gesto grave.

—Martinaaaaaa— gimió con voz gangosa— decile que no se vayaaaaaaaa— suplicó, pidiendo a su hija de quince años que solucionara un problema que ella no pudo, a sus treinta y seis años, resolver.

—Mami...— suplicó la hija, incómoda por el compromiso en que la ponía pues si bien su lealtad era para con su madre, entendía que su novio, harto de escenas de celos, histeria y constantes problemas de salud tanto físicos como emocionales, decidiera finalmente irse. Él que podía.

—Dejale, Soledad. No le metas en esto— siseó el hombre, arrugando una remera que tenía en las manos. Miró un instante hacia la puerta donde la niña miraba la escena apoyando el hombro derecho en el marco de la puerta para descansar el cuerpo por el largo rato que llevaba de pie mientras miraba la escena. Mirar era un eufemismo. Vigilar era la función que realmente cumplía. Vigilar que su madre se limitara al llanto inofensivo en el suelo y no se volviera más activa en su intento en detener la partida de su pareja.

En la precoz experiencia de la hija, quien había visto varias partidas similares —y otras no tanto— su madre ya se había resignado a la imposibilidad de retener a su ex novio pues su inacción y el limitarse a llorar y gimotear en el piso cuando solía desplegar recursos desde simular desmayos, devolver los efectos personales a los roperos a medida en que se iban sacando, llantos histéricos, arrancarse el cabello (mechones enteros que no le permitían peinarse varios días por el dolor), convulsionarse y lanzar cosas por los aires, hasta chantajes del tipo emocional como amenazas de suicidio o, las que más detestaba, verse utilizada como objeto de compasión. Su misión en los primeros casos, era evitar que su madre se golpeara la cabeza con los bordes afilados de los muebles o meter los dedos en su boca para evitar o pretender evitar —nunca estuvo segura— que se tragara la lengua. En los segundos, tratar de explicar la futilidad de sus ruegos.

Lo que la madura mujer no parecía entender en estos casos y que era evidente para todos los novios que había tenido, su hija adolescente e incluso los vecinos, testigos de las idas y vueltas de camiones de mudanzas que traían y llevaban roperos, camas, equipos de sonido y enseres que la madre no había podido conseguir que se compraran a su nombre, es que tomada la decisión de marcharse por parte de los hombres, nada los haría desistir de su decisión porque era el resultado de tanto desgaste emocional, humillaciones, vergüenzas públicas y privadas y sobre todo, desilusión al descubrir lo que se ocultaba detrás de su preciosa fachada. Más de una vez, la hija había visto a los hombres juntar sus prendas con las manos y los pedazos de su corazón con los ojos arrasados.

La primera impresión que ofrecía Soledad Martínez, era la de una abnegada madre soltera, quien trabajaba incansablemente a pesar de sus múltiples enfermedades, para mantener a su única hija. Aun así, se mantenía atractiva con su pequeño cuerpo lleno de curvas y redondeces que atraía las miradas allá donde fuese, complementados con una mirada chispeante y una sonrisa picarona que le conseguían los mejores cortes de carne en los supermercados, evitar largas filas en algunas entidades y ayuda de los vecinos cuando se necesitaba alguna refacción en la casa donde vivían dos mujeres solas. Era pues, la combinación perfecta de sensualidad y desvalidez, que llamaba a la parte primitiva de los hombres, al mismo tiempo que su historia de lucha y superación despertaba admiración, rematando así a los incautos. De esta mujer, se enamoraban los hombres a motón.

En su niñez, la hija disfrutaba de los galanteos a su madre pues, para ella significaban chocolates, juguetes o dinero en concepto de pequeños sobornos para ganarse el favor de la mujer. Pero cuando el elegido de la madre llevaba meses de relación, surgía el otro lado de la mujer. Una llorosa, triste, manipuladora, quien sorprendentemente caía enferma cuando su novio quería visitar a la familia, ir a jugar un partido de fútbol con los amigos, o hacer algo que a ella no le parecía. La totalidad de sus salarios iban destinados a mejoras de una casa que nunca sentían suya pues, ella, a la menor oportunidad, puntualizaba que era la única dueña de ese inmueble para todos los efectos legales. Cualquier compra personal que hicieran como una remera para futbol, unos botines, artículos de pesca, era vista como un acto egoísta pues la casa necesitaba mejoras, ella, medicinas y su hija, útiles. Por unos meses, antes del inevitable final, los hombres se volvían seres inanimados que se limitaban a seguir órdenes a cambio de la paz que significaba complacer los deseos de la mujer evitando así discusiones y escenas detestables. Con el tiempo, esta situación los hacía sentir tan castrados y estafados que se sacudían del yugo y terminaban en discusiones apoteósicas y la posterior recolección de sus pertenencias.

Al principio, Martina, lloraba cuando veía a los hombres irse. Aunque nunca los vio como padres, pues ese puesto era para su padre biológico a quien veía pocas veces al año, sí los llegaba a apreciar. Su madre nunca había elegido un mal hombre y ninguno, jamás se había propasado con ella. Cuando aún no entendía la inconstancia de su madre, y cada comienzo, era una promesa de felicidad, ella ponía todo de su parte para colaborar en la felicidad conyugal y familiar, llegando a abogar por su madre varias veces, e incluso, una vez, consiguió atrasar por unos meses la partida de un novio de su madre. Pero a los quince años, se limitaba a sobrellevar el penoso tramite de manera que fuera menos amargo para todos.

Si algo lamentaba de la ruptura de su madre, era que toda la atención, que hasta entonces estaba atenuada por la presencia de su, ahora ex pareja, estaría concentrada en ella. Volverían las insistencias sobre novios o pretendientes, revisiones al celular e intromisiones en su vida con el deseo de vivir a través de su hija, el amor romántico que ahora le faltaría. Todo eso con el aliciente de que sería a través de una adolescente, etapa que la mujer no disfrutó en su momento.

Más de una vez se encontró en situaciones surrealistas en las que los muchachos le hablaban como si le conocieran y referían conversaciones que ella jamás había tenido para luego enterarse que su madre se había hecho pasar por ella por mensajes pues la ventaja de un mensaje de texto permitía una conexión y cercanía inimaginable una década atrás al mismo tiempo que ofrecía un anonimato para personas con intenciones deshonestas, que aunque pudieran parecer inofensivas, la llenaban de una vergüenza que incluso la hacía sentir más físicamente.

Ante el reclamo de la hija, Soledad adoptaba una actitud severa recordándole que ella era su madre, que merecía respeto y que no se había matado trabajando, enferma y todo, para que su hija le levantara la voz. A este argumento, por más usado que estuviera, la hija nunca replicaba pues era una verdad grabada a fuego en su mente a fuerza de constantes repeticiones de la madre ante cualquier muestra de insolencia de la hija. Era como la erosión de una roca por el efecto del agua. Una gota de agua no podía desgastar algo tan sólido como una roca, pero un goteo constante y permanente, sí podía hacer mella en ella. Así se sentía la hija ante la madre, quien siempre se aseguraba de establecer su dominio sobre ella, ya sea de manera flagrantes como los retos y amenazas de violencia física, así como las subrepticias frases dejadas caer como sobre el sacrifico de una madre, lo importante que es ser buen pagador en la vida, sobre a quién debía el plato en la mesa y que nunca se abandona a quien se ama. Nunca.

Para los dieciséis años, Martina había decidido que sabía todo lo que debía saber del amor.

Era terrible.

Aprendió a valorar por encima de todas las cosas la paz, la tranquilidad y la ausencia de disgustos. Estas solo aparecían en su casa cuando el amor no estaba relacionado. Ya fuera con las parejas de su madre o cuando este decidía que su hija necesitaba pareja. La inconstancia e incertidumbre a los que se vía sumida cuando el tan cacareado sentimiento invadía su casa, la hacía detestar todo lo relacionado con él, y si bien, siempre aceptó los siguientes novios estables o pasajeros de su madre, con una sonrisa de llegada y una mueca de resignación de salida, decidió que no quería eso para ella.

Martina no quería enamorarse jamás.

LO COTIDIANO DEL AMORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora