Lágrimas de oro

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Pasamos nuestro fin de semana separadas. Así que me quedé con el misterio de la repentina salida de Carmen.

Intenté investigar algo al respecto, pero Carmen tuvo el descaro de no contestar mis mensajes.

Pero perdí el interés, me distraje con mi vida y olvidé el asunto de los mensajes.

El lunes comenzaba a plantar sus raíces y la mañana había amanecido fresca con nubes que se desbordaban en coquetas formas.

Desperté temprano para hacerme mi desayuno.

Mientras cocinaba, me recordaba a mí misma lo duro que sería vivir en un apartamento yo sola.

El hecho de hacerme mi desayuno, ducharme, maquillarme, peinarme y vestirme me tomaba casi dos horas. Por eso me levantaba a las cinco en punto de la mañana. Y por lo mismo había un par de ojeras que posaban en mi rostro.

Luego de desayunar, lavé los trastes y entré a la habitación de mi mamá.

Dormía en sosiego, tapada con sabanas gruesas de color crema.

Le di un beso en su mejilla y acaricié con delicadeza su cabello castaño.

Hacía medio año que la enfermedad de su corazón la había obligado a reposar en la cama.

Tuve que hacerme cargo de su empleo en la tienda de ropa donde ella trabajaba, por suerte la dueña era la hermana de mi mamá, o sea mi tía.

Odiaba con toda mi pobre alma la enfermedad de mi mamá.

No era secreto para ninguna de la dos que su reposo de meses la hacía sentir inútil, y sin propósito. Pero lo que me quedaba como hija era apoyarla y dejar que mi papá ayudara con su recuperación comprando las medicinas que ella necesitaba.

Llegué al instituto en autobús, y por suerte fui una de las primeras en llegar.

Al caminar por uno de los corredores, vi a lo lejos a mi amiga Carmen, mencioné su nombre de un grito y la alcancé.

—¡Hasta que al fin sé de ti!

—No me culpes, he estado ocupada.

—¿Haciendo qué? ¿Chupando penes?

—Estúpida.

—Genial, adiviné —sonreí para molestarla.

—Obvio no.

Ambas emprendimos una caminata por el corredor, no tenía idea de a dónde íbamos pero confiaba en que Carmen me guiaba a algún lugar donde ella quisiera estar.

Yo no lo noté en ese entonces, pero Carmen en esa mañana, no era ella misma. Ella hubiese posado su brazo sobre mis hombros al caminar por un corredor del edificio mientras me contaría los nuevos problemas que ella tiene con su novio.

Pero no, en vez de hacer eso, me miraba con indecisión, mordía sus uñas pensando si en contarme algo que tendría consecuencias en todas nosotras.

—Ofelia —me agarró por los hombros—. ¿Prometes que si te cuento algo, jamás en tu maldita vida dirás una sola palabra de esto?

—Claro, puedes contármelo.

Carmen me miraba con sus ojos de color miel, llenos de seriedad combinados con angustia. Fruncí mi ceño al notar su severa seriedad, y en pensar todas las cosas malas que me podría contar, me empezaron a sudar las manos.

—¡Chicas! ¿A que no saben de lo que me he enterado? —Carlota apareció en el corredor y llegó con nosotras, irradiando emoción.

Adiós al secreto de Carmen.

BelladonaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora