En un contexto de cuarentena y clases remotas, un estudiante universitario debe tomar la difícil decisión de si copiarse o no en un examen que definirá si aprueba una materia de su semestre.
La historia es ficticia y cualquier semejanza con la reali...
Una vez comenzó el examen de hora y media, escuché que llegaban inoportunas notificaciones de WhatsApp a mi celular. En una ocasión normal no hubiese cedido al vano impulso de revisarlas, pero aun así miré. Quizá debía echar la culpa a estos repentinos nervios, porque este parcial era una parte fundamental de mi nota y si no lo lograba pasar, era más que seguro que el próximo semestre tendría que repetir.
Cuando desbloqueé el celular me di cuenta de que había sido agregado a un grupo con el nombre de la materia en cuestión. Alcé las cejas con sospecha y presioné el chat. Era una clase particular de mi carrera, así que no me cabía duda de que no era un chat conformado por desconocidos.
—Joel, Orlando... ¿Gabriela? ¿Incluso ella está aquí? —Acababa de mencionar a los que siempre sacaban las notas más altas del salón.
Era un hecho que mi profesor, que vivía con la plena y obstinada convicción de que su clase era lo máximo, jamás hubiese esperado que sus mejores alumnos se prestaran para esto. Al pensar en ello me reí con sorna. Entonces miré los mensajes:
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Era un grupo para copiarse. Desde que empezaron las clases remotas había sido agregado a estos grupos clandestinos en cada parcial de mi carrera, e incluso había quienes pagaban para que les hicieran los exámenes, pero yo nunca estuve interesado. Fruncí el ceño y decidí apagar el celular. No quería tener nada que ver con eso.
Había estudiado tanto para este parcial que las pestañas me pesaban mientras lo resolvía, pero había valido la pena, porque contesté cada pregunta sin esfuerzo hasta que llegué al quinto punto, donde me quedé en blanco. El profesor había añadido un tema que apenas había dado la clase del viernes pasada, en el que más de la mitad de los alumnos no asistieron. Yo sí lo había hecho, pero era una clase a las seis y media de la mañana, y ni siquiera tomándome un Vive100 había conseguido espabilarme, así que me había resignado a no prestar mucha atención. Creo que el único que había estado entusiasmado en esa clase había sido... ¿Cómo era su nombre?
«Camilo», recordé de improvisto. Camilo López seguramente sabía la respuesta. Él era un caso curioso, porque cuando aún teníamos clases presenciales eran pocas las veces que lo veía en el salón, pero eso había cambiado desde que empezó la cuarentena. Se convirtió en un tipo activo y responsable, que asistía sin falta a todas las clases remotas de esta materia y que, aunque siempre salía con el cuento de que no le funcionaba el micrófono, era el alma valiente que contestaba a las preguntas que lanzaba el profe cuando nadie más lo hacía.
De manera involuntaria eché un vistazo al celular. Podría apostar a que él también estaba en el grupo y probablemente estaba compartiendo la respuesta... Respiré profundo y preferí arriesgarme con la trampa de ver el cuaderno. ¿Dónde estaba...? Y encontré mis apuntes. Mientras veía esas letras laxas que había hecho cuando aún estaba inmerso en mi modorra, entendí el ejercicio y lo anoté a toda prisa.
Eran las 2:50pm y en cuarenta minutos se iba a terminar el parcial. Aún me faltaban tres preguntas. Leí el sexto ejercicio, el cual había que resolverse con una combinación de teoría y procedimientos matemáticos. Con los pulgares me agarré las sienes. Odiaba este tipo de puntos. Piensa, me dije a mí mismo, y empecé de forma tímida a escribir unas cuantas fórmulas. Entonces mis párpados me traicionaron y empezaron a cerrarse con pesadez. Si sumaba la cantidad de horas que había dormido estos días, no hubiesen alcanzado ni ocho. Mi ciclo de sueño en la cuarentena era un caos. Así, perdí diez minutos pensando en lo mucho que quería dormir y no pude terminar el ejercicio.