Y podía sentirlo, podía sentir que estaba enamorada de aquel ser. Amaba la forma en la que me miraba, que me tocaba, que me trataba, amaba la forma en la que movía su largo y sedoso cabello, su caminar, amaba como sonreía. Su hablar era como una melodía para mis oídos, una melodía que deseaba que nunca cesara. Y sus ojos, dos órbitas verdes con una mezcla de gris, que me míraban detenidamente cada vez que pronunciaba su nombre, una mirada llena de amor. Solo bastaba que sonriera, para iluminar incluso el día más oscuro.
Lo último que recordaba era verla moverse al rítmo de una canción de jazz, que sonaba en la radio del auto, luego un gríto acompañado de llantos y todo se torno negro.
Amaba a ese ser, lo amaba demasiado que hasta ya era enfermiso, cada día que pasaba sin ella era peor que el otro. La extrañaba, necesitaba verla por última vez, tocar su pelo, acariciar sus mejillas, escuchar su voz, decirle que la amaba y que nunca la olvidaría, que siempre la llevarıa en mi corazón, aunque sinceramente tenía miedo, miedo a que algún día me olvidara de ella y de todos los momentos que pasamos juntas. Pero más que nada en el mundo, deseaba hacer lo que nunca llegue a hacer, despedirme de ella.