Capítulo Único

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Nuevamente se encontraba en aquella cabaña, aquel lugar que le traía tantos recuerdos felices y a la vez cargados de dolor. No sabía si debía entrar a ella, pero como todos los años en aquella fecha, tomó su valor y se encaminó a la entrada.

Situada en una de las quebradas de los Montes Grampianos, la cabaña estaba escondida y protegida para que nadie más que sus dueños supiesen donde se ubicaba, y es que era el escondite que ambos habían adquirido para que nadie les molestara. Su tamaño no era muy grande, pero tampoco se le podía denominar pequeña. Era lo bastante cómoda para él y suficiente para la mirada de alguien como ella. De madera de sequoia, la más cara del mundo, se imponía ante los bosques que le rodeaban y la naturaleza a su alrededor. A un costado de la vivienda, un riachuelo corría dejando un armonioso ruido, el cual se mezclaba de forma sublime con el cantar de las aves.

Entró con lentitud, pensando a cada paso que daba si debía retractarse de lo que hacía, sintiendo un nudo en su garganta y como su cuerpo temblaba al saber cuál sería la situación al entrar en ella. Acercó su mano a la manecilla de la puerta, realizando un giro para poder abrirla y entrar sin más preámbulos. Cuando la cabaña se vio abierta, la estancia del recibidor era la misma de siempre. El sillón de terciopelo al costado derecho, junto a aquel ventanal de cuerpo completo que daba una magnífica vista hacia sus alrededores, la chimenea a su costado de forma horizontal, la que daba la bienvenida al lugar. Frente al sillón, una pequeña mesa de centro redonda, que era utilizada para dejar sus vasos o tazas a la hora de beber lo que se les apetecía en sus encuentros.

Dio un suspiro exagerado, sintiéndolo llegar desde lo más profundo de su ser, y es que aquel lugar era tan especial, que dolía estar ahí sin ella. Avanzó por el espacio, sentándose en el sillón de tres cuerpos, dejando que su ser se acostumbrara nuevamente a las sensaciones que ese salón le imponía. Conjuró una botella de Whisky de Fuego junto con un vaso, los cuales salieron de la vitrina de vidrio que estaba a unos metros de la chimenea, aquella que guardaba todos los licores que a ella le gustaban y que él mantenía celosamente por si volvía a su vida. Sirvió del amarillento líquido en su vaso, para luego tomarlo entre sus manos, admirando su color con melancolía por algunos minutos y luego llevarlo hasta sus labios. Quería sentir el ardor que la bebida le daba a aquellos que la bebían por primera vez, ansiando sentir algo, lo que fuese, pero era un aspecto de su vida que había perdido hace mucho, ya no era capaz ni siquiera de sentir la quemazón que suponía debía estar allí al tragar.

Absorto en sus pesares, se bebió el líquido de una sola vez, como si de agua se tratase, se levantó y dejó que sus pies lo guiarán a donde sabía que ya no podría salir más. Pasó a través de un pasillo, en el que sus paredes albergaban cuadros de fotos llenos de los recuerdos más hermosos que el hombre podría haber tenido. Se detuvo frente a uno en especial, aquel en el que ella estaba sentada en una roca deslizando sus pies por encima del agua del río, mientras el sol iluminaba su rostro pálido y ella miraba a la persona que le observaba en aquellos instantes, dejando ver esa hermosa sonrisa que solo era capaz de dedicarle a él. Levantó una de sus manos y la llevó hasta la imagen, posando sus dedos en el rostro de ella, simulando de la acariciaba.

Retomó su camino y entró en la única habitación del lugar, donde una gran cama se imponía frente a todo lo demás que pudiese haber, cubierta por un cobertor rojo italiano de pelo y un gran respaldar que acunaba en sus inicios los doseles que caían majestuosamente por los costados, de color plata con bordes dorados, la combinación de ambos, mas el techo de aquel espacio tan atesorado, era transparente, para poder dejar ver el maravilloso cielo encantado.

Se descalzó y se acostó con parsimonia en el colchón, reposando su cabellera en una de las almohadas, aquella que le pertenecía y fijó su mirada en el cielo que cubría la habitación. El firmamento se hallaba sobre él, mostrando a su lado la constelación más brillante de Canis Maoir, aquella que le daba su nombre. Luego deslizó su vista a la contraparte, dejando que su mente se perdiera en ella, la estrella más brillante de Orión.

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