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Nadaba con la vista en la lámpara apagada en el muro de la piscina. Mi abdomen se contraía, la presión crecía en mi pecho y mi cabeza. Resistí el dolor y la necesidad de salir a respirar. Comencé a desesperarme. Mi vista se oscurecía, el movimiento de mis brazos se volvió dispar. Veía, frente a mí, la estela de burbujas que dejaban mis brazos al moverse; por debajo, la sombra de mi cuerpo pasaba sobre el mosaico de grecas marrones y blancas, iluminado por la luz de la luna, en forma de laberintos.

Al llegar a la orilla de la piscina, me recargué en la saliente con los brazos y el pecho. Las conchas de mi collar castañetearon unas contra otras. Arrugué la nariz y apreté los ojos. Con los dedos encrespados y jadeando, me tumbé de espaldas sobre el concreto.

Miré el reloj en mi muñeca, torcí la boca y detuve el cronómetro —Dos minutos, quince segundos— dije y apreté el puño —Carajo, no es suficiente— Di un revés en el suelo.

Tomé la concha del collar en mi puño, me lo quité y lo guardé en mi mochila. Tenía la piel enrojecida en el pecho, y marcas de los picos de la concha del centro, por las que se asomaba una gota de sangre.

—Pedro—

Esa voz ¿será posible? Pensé. Miré a mi alrededor; las gradas y las escaleras estaban vacías; las puertas de los vestidores, cerradas; y los pasillos, vacíos. A través de los cristales de la fachada pude ver una silueta junto a la farola, al otro lado de la reja. Mi corazón y mi respiración se aceleraron. Me levanté sin pensarlo, tomé mi mochila y corrí a la entrada —No puedo creerlo, José, al fin volviste— Me detuve junto a la reja. Solo una gabardina colgada del poste de la farola ¿Pero, y la voz? Juraría que escuché una voz. Me sostuve la cabeza con ambas manos y pensé: Quizá sea demasiado entrenamiento por hoy. No le dí importancia.

Me senté en las gradas, tomé de mi mochila una camisa azul con palmeras fosforescentes, bermuda blanca y sandalias de cuero; y me vestí. A nadie le extrañará ver a un turista caminando por esta parte de la isla a estas horas.

Salía del edificio y bajo el marco de la puerta, escéptico, di un último vistazo adentro, nada; saqué la cabeza entre los barrotes de la reja, miréavenida abajo, nada, suburbios; miréavenidaarriba, el faro y los negocios.

Salté la reja y comencé a caminar cuesta arriba, al faro. José nunca, o casi nunca, me acompañó a esta parte de la isla. No fuimos la clase de hermanos pacíficos, aunque tampoco enemigos; tuvimos peleas, discuciones, fiestas, bromas; tuvimos buenos y malos momentos. Me molestaba que siempre me dejó solo cuando tenía algo que hacer aquí, en especial por la noche, decía que el olor a escape de auto combinado con motel barato no era de su agrado. Ahora solo siento la inquietud, la angustia y la incertidumbre de desconocer su paradero. Caminaría solo mil veces de este a oeste de la isla por verlo una vez más.

Desapareció el seis de mayo del año pasado, el último día de las fiestas de nuestra patrona, Santa Eunice. Ya es bastante tiempo, pero aún no han hallado sus restos. Hay una posibilidad de que siga con vida.

Los sucesos del seis de mayo no fueron puntuales como un accidente, sino la culminación de una vida de desprecio hacia las costumbres de nuestro pueblo y a nuestras creencias como una enfermedad. Si lo hubiera instruido tiempo atrás hoy estaría sano y salvo.

La parte turística la isla, alumbrada a lo largo y ancho por farolas, automóviles, letreros neón de bares y restaurantes, luces estroboscópicas; y a lo alto por focos en los cuartos en hoteles y condominios. José en una ocasion hablamos de eso, dijo que era una exageración, eso y su bullicio.

—A mi siempre me emocionó venir aquí— respondí —Me pregunto de dónde viene toda esa gente y a donde va. Me parece interesante que los atraiga la comida, el mar, el calor...

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⏰ Última actualización: Mar 01, 2021 ⏰

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Las fiestas de Santa EuniceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora