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Abrí los ojos de golpe.

Una puerta se cerró a mi espalda con fuerza y el silencio ocupó la sala donde me encontraba. Al principio, la intensa luz quemó mis retinas por un efímero instante hasta que parpadeé y mi vista se acostumbró a la claridad. Demasiada claridad para una habitación tan pequeña. Miré a mi alrededor, deteniéndome en las estanterías rebosantes de libros y archivadores, las pantallas de ordenador y el escritorio plagado de papeles.

Estaba nervioso. Era la primera vez que entraba al despacho de uno de los científicos. Se suponía que el doctor Jaeger me esperaba allí, pero el lugar estaba desierto.

Tengo un mal presentimiento. La voz de Mikasa sonó preocupada en mi mente. Empezaba a creer en sus palabras.

No sé cuánto tiempo permanecí a solas en aquel despacho, solo sé que fue suficiente para que los objetos despertaran mi curiosidad. Me acerqué a la estantería y pasé los dedos por el lomo de los libros, sintiendo sus diferentes texturas, algunos rugosos y otros lisos y suaves, más nuevos. No me atreví a sacar ninguno. Algo en el escritorio captó antes mi atención; una fotografía en un marco digital de un chico joven en la playa, cuyos ojos miraban felices a la cámara y cuyos cabellos castaños volaban despeinados por el viento. Un chico igual que yo.

Pero no era yo. Yo jamás había salido de las instalaciones, jamás había estado en la playa ni cerca del mar. Y por más que analizaba la imagen, más semejanzas encontraba entre ese chico y yo, un androide creado hacía unos pocos meses.

La fotografía cambió a otra aún más extraña, una en la que aparecía el doctor Jaeger, una mujer y un niño de apenas un año. Sus ojos ambarinos me miraron a través de la pantalla, clavándose en mis ojos del mismo color. Tan vivos; todo lo contrario a los míos. Una mirada humana.

La puerta del despacho fue abierta de golpe, arrancándome un sobresalto. Dejé el marco sobre el escritorio y me giré hacia la entrada, donde el doctor Jaeger me observaba con el ceño fruncido. Contuve el aliento, expectante, hasta que rompió el silencio.

Son fotografías editadas. Sonaba afligido, como si hablar de eso le hundiera en una profunda tristeza. Es lo que se suele hacer cuando muere un ser querido, crear recuerdos... —Soltó una carcajada amarga y un pesado suspiro. No estaba bien, y el presentimiento de Mikasa comenzaba a tener sentido—. Es increíble cómo la gente se conforma con tan poco, cómo creen que así soportarán mejor las pérdidas cuando en realidad sólo es un pésimo consuelo frente a las posibilidades que se pueden lograr con la tecnología.

Hizo un gesto, indicándome que entrara en la sala contigua. Obedecí en silencio y entré, sintiendo cercanas sus pisadas detrás de mí.

—Yo siempre he querido ir más allá. Quiero experimentar todo eso de verdad, en la vida real, y por eso dedico mis años al perfeccionamiento de la vida artificial, dotándola de sentidos, pensamientos, memorias...

La habitación era blanca y olía a compuestos químicos y metal. Al contrario que el despacho, los únicos muebles en ella parecían pobres y asépticos, muebles destinados a operaciones; una camilla en el centro y una mesa con unos pocos papeles en una esquina. El doctor caminó alrededor de la camilla sin despegar su vista de mí, que cada vez me sentía más incómodo y nervioso ante la incertidumbre de lo que iba a ocurrir.

Te estaba esperando —dijo, apoyándose en la pared contigua y ojeando los papeles.

¿Quería decirme algo, señor? me atreví a preguntar.

El sabor de tus lágrimas | SAGA Siglo XXII #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora