One-shot

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A todos, gracias por apoyarme

    El rey Bruce da vueltas en su cama, esta es tan amplia, tan suave, tan cómoda, tan vacía. Puede girar su cuerpo cuatro veces completamente para llegar de un extremo a otro sin el miedo a caerse. Desearía, aunque sea por un día, tener otro cuerpo junto al suyo que evitara que diera tantas vueltas y que en la noche, pintada de estrellas por los dioses, pudiera contarlas junto a él a través de la ventana de sus aposentos. 

    Sin embargo, los dioses, que son sabios y rigurosos en sus veredicto, han negado con rotundidad el compañero tan deseado por el rey Bruce. No sabe a cuántos templos fue, a cuántos dioses adoro y ofreció sus más lujosas ofrendas, dignas de verdaderos dioses del Olimpo. Pero no. Estaban decididos a que Bruce pasara la eternidad dando vueltas completas en su lecho, porque un rey es mejor gobernante con la cabeza fría y desentimentalizada que siendo amante de las bajas pasiones humanas. 

    Bruce, que es también un fiel creyente de los dioses, intenta, con todo los ánimos de su existencia, olvidar la locura de su deseo. Quiere obedecer. No puede. Por las noches, el cuerpo se calienta a temperaturas impensables y le derrite, poco a poco, con un gran dolor, el corazón, porque, al igual que no existe día sin noche, cielo sin tierra, dioses sin mortales, no puede existir corazón deseoso de amar sin un objeto de deseo. 

    Ah, los designios de los dioses son tan duros, pero tan sabios. Incomprensibles, doloroso. A los dioses solo le gusta ver a sus creaciones arrastrarse por la miseria hasta ellos, adoloridos por un deseo inalcanzable que le han impedido cumplir. Bruce se rinde. 

    En realidad, Bruce no lo hace, pero no tiene caso correr contra el viento y la marea del destino ni contra lo que las deidades han destinado para él. Bruce es un rey, un rey serio, sin más preocupaciones que su pueblo, sus enemigos y las deidades a las que sirve. Amor, él solo desea verlo derrocado, arrastrado bajo los pies de un mortal que no es lo suficientemente digno. No hay persona en el mundo, no hay mortal creado por los dioses que pueda ostentar el título de acompañante del rey Bruce. 

    Está desolado, se encierra en su habitación y propina contra el cielo gritos desgarradores sobre un amor que no conoce, en un tono de dolor de un amante que lo ha perdido todo; son en realidad alaridos de un hombre que no sabe amar. 

    Pero como los sabios siempre han recomendado, no hay mejor remedio para el mal del dios Amor que no sea el estudio, es por esto que, desesperado por el corazón que late desbocado por un objeto de amor que no conoce, se entrega con delirio a las artes, a todas ellas. 

    Ora la lengua, ora la gramática, ora la filosofía, ora la astronomía, la geometría, matemáticas, aritmética, la historia de los humanos, de los dioses, la caza, el rezo, el llanto, la causa de las cosas. Oh, dioses, la música, la lírica, la prosa, el teatro, la pintura: La escultura. 

    Ah, aquel arte tan perfecta de traer no solo a la realidad sensible, sino en proporciones divinas y reales la imagen guardada dentro del pensamiento. Qué catártico el acto de convertir la tosca y rudimentaria piedra, difamada por todos por su basta presentación, en una sublime figura que parece casi real. 

    Quién no ha sentido el poder de ser un dios recorrer sus manos cuando ha dibujado una pintura, cuando línea a línea, trazo a trazo, va a apareciendo ante sus ojos el objeto de su deseo interior y desde el soporte, le hace muecas, le rie o le llora, mientras mira a su creador. Qué escritor no sufre una catarsis cuando palabra a palabra su mundo toma la forma de algo tan real que conmueve los corazones ajenos. Qué escultor no se enternece cuando entre sus manos, con un cincel y a martillazos aparece delineada con cuidado y delicadeza una figura que le hace suspirar. 

Pigmalión Donde viven las historias. Descúbrelo ahora