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Jamás hubiera pensado que una persona pudiera mostrar más de una máscara a aquellos que la observan con detenimiento. Jamás hubiera creído que la pobreza pudiera vestirse con majestuosidad. Jamás hubiera imaginado que el viento avivara el rostro de mejillas muertas, ni que la lluvia sirviera de joya para las pestañas. Jamás hubiera arropado la idea de que una voz rota fuera la más idónea para deleitarme con una aventura narrada. Jamás la locura se había posado en mis hombros con tanto ímpetu, jamás habría aceptado compañía de ojos extraviados por el pasado, jamás habría probado la dulce sorpresa de un vino de uvas, jamás el zorro se había mostrado tan cortés, jamás la fuerza había vibrado en mi dominio, jamás el invierno había sido frío. Jamás. Siempre hay una primera vez para el que se codea en la inexperiencia.

Podría dar comienzo a una amplia y detallada explicación de cómo conocí al señor Coset, pero preferiría ahorrármela y ahorrárosla. Pues el hombre no estaba destinado al éxito, más bien era propenso al fracaso y se derrumbaba como el cielo un día de tormenta. Era bondadoso, delicado y educado con su vida. Mostraba interés por la enfermedad, no temía a compartir sus miedos, respetaba a su esposa en exceso, volaba en cavilaciones que más tarde olvidaba, y no dudaba en preguntar aquellas curiosidades sin sentido que pronto aparecían por su mente. Y a nadie le gusta escuchar las desgracias de aquel alcalde incapaz de manipular al otro con su sagacidad.

Lo que sí puedo aportar es una descripción de sus calcetines, pues él no dudaba en mostrarlos bajo los pantalones pesqueros de color caramelo, arremangados por debajo de la rodilla. Eran de todos los colores aplicables, rojo, berenjena, ópalo, amarillo, malva, gris... todos combinados con cenefas arabescas, muñequitos cosidos con hilo, flores masculinas, trazos sin patrón o degradados que él mismo había conseguido tiñendo los calcetines blancos que su suegra le regalaba por Árdua. Cuando todavía yo era un crío de aquellos que escuchan por detrás de las puertas y miraba con desdén a los viejos, le pregunté a Coset ante cinco niños que me habían hecho apostar:

-Señor Coset, si, usted, señor- empecé reprimiendo la risa. Seguramente fue en vano, pero tengo el recuerdo de haber salido bien parado de aquella intención, inocente de mí.- ¿por qué enseña los calcetines?

Con varios años a las espaldas y la energía infantil disipada por completo, puedo confirmar que fue impertinente. Más aún tratándose del alcalde, y la pregunta también era de aquellas que recuerdas mientras te ruborizas. No resultó ser una apuesta inteligente. Pero bueno, el caso es que la respuesta que me dio no la comprendí entonces:

-Niño, si, tú, niño -me imitó, sin tratar de ofenderme, sonriendo sin pensar que era una broma, y que los otros niños se reían de ella- enseño mis calcetines porque puedo. Son una gran bendición, una suerte, deberíamos sentirnos agradecidos de que resguarden nuestros pies, y aun así tratamos de esconderlos bajo los bajos de los calzones.-negó lentamente con la cabeza, con gesto de desaprobación.

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⏰ Última actualización: Feb 18, 2015 ⏰

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