La Presencia

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Aún recuerdo el día en que mi niño me despertó. Era un niño testarudo y altanero (como sigue siendo). Cuando tenía frío nunca lo aceptaba, podía estar temblando y con los labios morados, pero nunca lo iba a admitir. En especial si hacerlo significaría que su madre le pusiera un chaleco. Por eso mismo me exalté cuando a las tres de la mañana, el pequeño de cinco años me despertó. 

Estaba oscuro, más oscuro de lo que nunca habría imaginado que podría llegar la oscuridad. Por lo que percibía con mi piel y mi pausada respiración, parecía haber niebla. No recuerdo haber sentido miedo en esos primeros instantes, pero como todo sueño no dura más que los últimos momentos dormido, de un segundo a otro me vi embriagado de terror. 

Prendí la luz, aún sin estar con mis cinco sentidos del todo funcionales. Estaba sudando, su camisa estaba completamente húmeda y su cara estaba inundada en lágrimas. Un gran escalofrío recorrió mi cuerpo, lo agarré con fuerza y lo hundí en mi pecho, pues si bien, no entendía qué le ocurría, sabía que necesitaba urgentemente mi calor, un poco de protección ante cualquier cosa que estuviera atormentándole. 

No estaba solo. No tenía idea de la extensión del lugar en que me encontraba, pero había un ser que me acompañaba. Humano o no, lo único que podía asumir es que esa presencia no estaba conforme con mi compañía. No emitía ningún ruido, pero podía de alguna forma sentir su respiración que no inspiraba nada más que hostilidad. 

Al apretarlo fuerte contra mí y sentir toda su espalda mojada, pude percibir un sutil pero constante temblor. Le pregunté angustiada que era lo que ocurría, pero hizo caso omiso de mis palabras y se concentró solo en el calor y la seguridad de mi cuerpo. 

Le hablé, no sin complicaciones pues todo mi cuerpo estaba inundado de temblores, por lo que mis palabras apenas eran comprensibles. Sin embargo, era suficiente para esperar una respuesta del acompañante.

Lo alejé un poco de mí para que me pusiera atención y aclarara mis dudas. No sollozaba, pero las lágrimas caían sin parar de sus ojos. Al tenerlo a suficiente distancia logré ver con claridad su rostro. Me abrió los ojos y me miró, o al menos lo intentó pues sus ojos estaban perdidos. Lloré junto a él, no por terror, sino porque sus ojos reflejaban el más absoluto miedo que alguna vez pude imaginar en alguien.

Hacía un frío glaciar. Mis temblores de terror se combinaban con los de frío, lo que hacía más difícil el control de mi cuerpo. Estaba lejos de mí, pero sentía su calor, que emitía su cuerpo con cada respiro imperceptible. No veía nada, pero logré captar un movimiento. Se estaba acercando, y a pesar de percibir su calor de tan lejos, cada vez que se acercaba parecía ponerse más y más frío. Luego se detuvo. Logré ver una figura. Aún estaba alejada, por lo que asumí que era un ente enorme. Dio otro respiro, se inclinó con lentitud y una voz dijo justo dentro de mi oído unas palabras en un idioma desconocido, tan fuerte, que desperté al instante. 

Hasta la fecha no sé qué fue lo que le ocurrió. Al siguiente día parecía no acordarse de lo sucedido y solo con los años ha podido reconstruir mínimamente lo ocurrido. Lo que más se quedó conmigo fue su carita llorando intensamente mientras exclamaba ¡su voz! ¡su voz! 

Quizás qué fue lo que vio mi niño esa noche. No sé de qué forma le habrá afectado y por mucho que pareciera haberlo olvidado después, mi hijo cambió sutilmente tras el suceso. 

Dicen que los sueños son el reflejo del subconsciente. Es común tener pesadillas, pero esto no parecía obra del miedo sufrido por una película de terror o un relato que le contaron. Quizás este asunto mi hijo ya lo dio por cerrado hace mucho, pero yo jamás olvidaré lo ocurrido, y cada vez que vuelve a mi mente, me pregunto ¿qué fue lo que hice mal? ¿en qué le fallé a mi hijo? 

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