Khady

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¿Alguna vez han estado en Senegal? Es un país minúsculo en comparación con sus vecinos de frontera, aunque a mí siempre me pareció que vivía en un paraíso sin confines, poseedor de amplias playas preñadas de palmeras, montañas, sabanas y selvas. Dicen que vivimos en la que es la puerta más amable de África, que somos la antesala de un continente sin igual...

El primero de mis recuerdos, que es el más lejano pero también el más nítido, me devuelve a mi hermano Moussa asomándose a la puerta de nuestra cabaña en Sine-Saloum, después de que hubiesen pasado las horas más inclementes del sol, llamándome para que saliese a jugar con él.

–¡Khady! –me reclamaba siempre, sabiendo que a esas horas ya habría terminado mis faenas y mis rezos.

Yo y mis cinco años mirábamos a mi padre, ocupado en limpiar anzuelos, tan solitario a esa hora de la tarde. Él apenas se hacía de rogar un momento y enseguida me dirigía una mirada con la que me permitía unirme a lo que fuese que mi hermano mayor tramase.

–Mucho te consiento desde que no está tu madre –murmuraba, mientras me veía poniéndome torpísimamente las sandalias para salir corriendo al encuentro de Moussa.

Mi hermano, que también era mi mejor amigo, tenía ocho años. Casi siempre íbamos a jugar al delta del río, a escondernos entre los graneros y los baobabs con los demás niños. La mayoría de las veces, jugábamos hasta que caía la noche y nuestro padre nos reclamaba, queriendo descansar con sus hijos en casa, sabiendo que antes del amanecer tendría que salir a pescar. A menudo nos resistíamos a su primer requerimiento, y sólo tras su insistencia nos decidíamos a dejar los juegos. Mi padre no era un hombre de carácter y no temíamos sus enfados, por escasos y fugaces.

También recuerdo que lo que más me gustaba en el mundo era ver a mi hermano jugando al fútbol. Sobre todo porque, si había suerte y algún equipo estaba incompleto, él no dudaba en invitarme a participar. Incluso sin que ninguno fuese especialmente diestro, nos lo pasábamos en grande. Antes de que aquel año terminase, Moussa me regaló uno de sus bienes más preciados: la camiseta con la que solía vestir a menudo y que llevaba el nombre de su máximo ídolo, Maradona. La prenda estaba bregada y consumidos sus colores, pero yo la acepté con una ilusión tremenda, casi a la altura de la resignación con la que me la cedió él, que ya no podía usarla de tanto que había crecido. Cuando le pregunté por qué admiraba así a un hombre al que nunca había visto, Moussa casi se escandalizó.

–¡Es uno de los nuestros! –aseveró.

Ni siquiera sé si era consciente de lo que significaban esas palabras.

A través de la radio, no sólo Moussa y mi padre disfrutaban de los partidos de fútbol que tuviesen lugar en uno u otro continente, sino toda nuestra villa. Al menos, esa era la impresión que me daba de pequeña. Con los años, noté que eran los hombres los que disfrutaban y yo la única niña del lugar que les acompañaba. Las demás solían quedar aparte, con sus madres, a veces hilando prejuicios contra mí, a causa de mis costumbres mal adquiridas por andar con varones. Aquello no fue sino el inicio de mi confusión y mis múltiples preguntas. Estaba dejando de ser una niña, sin estar aún cerca de ser una mujer.

Una tarde de principios de primavera, mientras mi hermano y yo paseábamos buscando peces en el río, comenzó a llover. Al principio era una lluvia leve y sanadora, de las que aún te dejan ver a lo lejos, pero pronto comenzó a apretar. Moussa me dijo que volviésemos a casa y, a medida que la fuerza de la lluvia aumentaba, nuestro paso aceleraba, hasta que salimos corriendo hacia la villa. Junto a la puerta de nuestra choza, protegidos por el pequeño porche de madera y dando cuenta de un par de cigarrillos, mi padre y nuestro tío, el hermano de mi difunta madre, nos miraban sentados y muertos de la risa a nuestra costa.

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