Autor: Mario Badilla (Marioarroba)
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San José, Costa Rica (Febrero 2011)
El Valle:
Era un pequeño valle, perdido entre las montañas. Una corta cicatriz grabada en la roca durante la última era glaciar.
Aquel paraje de Dios, olvidado por el hombre, estaba cubierto por un manto verde de vegetación.
El Sol lo cuidaba durante el día, la Luna lo vigilaba durante la noche y la Lluvia lo bañaba incesantemente.
La vegetación crecía caprichosamente, indomable, compitiendo por un espacio para poder robar los rayos del sol.
En medio de tanta vegetación sobresalían los arboles, llenos de vida, cubiertos por doseles, en medio de sus ramas se escuchaban los monos cariblancos, bailando su propia danza, brincando de rama en rama, chillando.
También se observaban otros tipos de animales, en su mayoría pequeños.
Aves, reptiles, insectos y roedores. Una lista abundante de fauna, todos se escabullían de una o de otra forma. A la libre, sin barreras humanas.
A los lados de una montaña se advertían unos viejos surcos, desdibujados por la vegetación, hasta ahí había llegado la mano del hombre, esta vez aquella laboriosa mano había sido infructuosa, incapaz de domar la naturaleza en este entorno.
Bajando por una montaña al oeste de aquel valle, ladeando las múltiples crestas, en una pronunciada loma se erguía un imponente Árbol de Ceiba, un veterano de múltiples batallas con el inclemente clima. Desde su posición privilegiada se observaba todo el valle.
Este árbol era el vigilante de aquel lugar.
Desde cualquier punto de vista, en el valle, se divisaban sus copas. Bajo su sombra benigna encontraba refugio la fauna a su alrededor. Sobre su en ramaje se congregaban todo tipo de aves las cuales le incrustaban sus nidos de forma permanente
Descendiendo por la misma montaña, fluía un riachuelo, un incesante caudal de agua pura y cristalina, agua nacida en lo más profundo de la selva tropical.
Ese riachuelo serpenteaba la montaña, escabulléndose por la roca desnuda, dividiendo el valle en dos. De forma caprichosa se entremezclaba con la vegetación, llenando de vida todo lo que tocaba. Pasaba, por supuesto, al lado del gigantesco árbol de ceiba.
El Sol se mostraba magnífico, rodeado de un vivaz cielo azul durante la mañana y cubierto por un manto gris durante la tarde.
El Árbol:
El árbol...... sí el árbol, él podía sentir la humedad tocar sus raíces, él podía saborear la tierra por medio de esas mismas raíces. En lo profundo del subsuelo, ahí donde la luz del día nunca llega, el agua cristalina se mezclaba con la negra tierra, generado un sedimento rico en vida, un caldo primordial de cultivo, de ahí sacaba su fuerza aquel coloso. Él podía sentir como aquella fuerza subían por sus raíces a lo largo de su imponente tronco, atravesado su corteza llenando de vida sus ramas, germinando en forma de frutos y flores. Para él aquella sensación era refrescante y revitalizante.
Al reventar las flores, el milagro de la vida se producía, de ahí que cuando se observaba al coloso se podía mirar la presencia de su progenie, en forma de pequeños tallos recién nacidos.