Drarry: en ocasiones, también las estrellas se enamoran de los mortales
Canción: duermedela, Saurom.Hace cientos de años, cuando los primeros magos convivían con el resto de los humanos y lanzaban oraciones a los astros, tomando sus mensajes como designios del destino, las estrellas que adornaban el firmamento observaban curiosas a los mortales, por las noches guiando su camino gracias a su luz y por el día ocultas a la sombra del sol, esperando su descenso para poder continuar con la que habían tomado como su labor, sin embargo, solo había una regla que ninguna de ellas podía romper, y era interferir con la vida de uno de aquellos mortales.
Todas las estrellas poseían dos nombres, el primero de ellos era otorgado cuando desprendían su primer brillo en el firmamento y el segundo era otorgado por los mortales, un nombre efímero que a lo largo del tiempo perecía junto con sus breves vidas.
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La primera vez que lo había visto, aquel mago no tendría más que unos 19 años, sin embargo su rostro poseía aquella madurez propia de aquellos hombres que habían pasado por un infierno y regresado de él sin ser vencidos, pese a ello, fueron aquellos ojos de un verde tan intenso lo que llamó su atención, unos hermosos ojos cuya belleza no podría haber sido opacada ni siquiera por las gruesas lagrimas que los empañaban. Sus movimientos eran delicados mientras intentaba borrar el rastro de sus mejillas, mirando al cielo por respuestas que no encontraría, respuestas que las estrellas tenían prohibido darles, para terminar por irse al llegar el alba, sin haber emitido ni siquiera una palabra.
Como cualquier astro, conocía lo que le deparaba el destino a aquel hombre, las luchas que enfrentaría y el dolor que padecería, sin embargo se limitaba a observarle a la distancia sin poderle advertir sobre el dolor que opacaría su vida, como ocurría con tantos humanos a los que noche tras noche conocía.
Aquel mortal volvió al día siguiente, ahora con una pequeña flauta, con la mirada perdida y el rostro ausente de color, la flauta en sus manos emitió una melodía tras otra, cada una más triste que la anterior, las lagrimas nunca dejaron de recorrer sus mejillas, el hombre tocó hasta que sus dedos se volvieron demasiado dolorosos para soportarlo y entonces, cuando el alba llegó, dirigió una última mirada al cielo para después marcharse.
La tercera noche, y última que la estrella podría ver al mortal durante aquel año, el hombre llego con un retrato entre sus manos, gritando a los cielos la injusticia de la vida para después pedir a gritos, suplicando, por que le devolvieran a su familia, gritos que terminaron siendo opácanos por profundos sollozos conforme pasaba la noche. La estrella observó al hombre, impotente ante el dolor, deseando que su brillo se volviera tangible para poder proporcionarle consuelo, deseando con su luz poder protegerlo del mal que rondaba la tierra. Con cada lamento comenzaba a sentir como propio aquel dolor y con cada reclamo, más culpable por aquello que callaba. Poco antes del amanecer el mortal fijo su mirada en el cielo, pidiendo un deseo a aquella estrella más brillante en el firmamento.
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La estrella siguió su camino, recorrió otros cielos y alumbró otros caminos, no fue hasta un año después que pudo volver a ver a su mortal, ahora un poco más alto que la última vez, se preguntó cómo se podía cambiar tanto en tan poco tiempo, esa cuarta noche, el hombre se mantuvo en silencio, mirando las estrellas, perdido en sus pensamientos.
La estrella se esforzó por brillar más que cualquier otra durante esas tres noches, acompañando al hombre en aquel bosque, intrigada por el movimiento de sus manos al sujetar lo que parecía ser una pequeña cadena en su cuello, sus movimientos suaves y firmes a la vez.