επτά 🌊 Sumergido

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Ellos corrían a toda velocidad para alcanzar la libertad.

Pero el viento parecía estar en contra de ellos. Los empujaba con fiereza hacia atrás, y luego los zarandeaba de costado hasta hacerlos caer. En ciertos momentos parecía querer ayudarlos, pero al rato los mantenía en el mismo lugar, mientras la tormenta se hacía más y más violenta a su alrededor, como un monstruo tratando de estropearlos. Era una guerra de tira y afloja, como si poseyera vida y consciencia propia, luchando por decidir qué hacer con ambos.

Perseus y Annabeth acababan de descender por el barranco,

chorros de agua caían de sus cuerpos, y era casi imposible ver por la lluvia azotando sus ojos. En la playa, los pies de ambos se hundían en la arena mojada, haciendo más difícil su huida y dejando grandes surcos de arena en el camino que dejaban atrás.

Perseus miró el mar, revuelto, enojado y espumoso; y se preguntó dónde estaría Scylla, su amiga de la infancia que le había prometido salvarlo cuando encontrara la forma de llegar hasta el mar.

—Colócate a orillas del mar, y yo sabré que estarás esperándome —le había dicho una vez, hace mucho tiempo, cuando aún eran pescadores para un hombre abusivo—. Entonces te buscaré, te encontraré, y a mi lado nunca más, conocerás dolor en absoluto.

Por fin había llegado hasta allí, a lado de la persona que amaba, mas no lamentablemente, con la mujer que le dio la vida, pues la suya había sido arrebatada injustamente frente a sus ojos. Perseus no veía ninguna embarcación o manera de ocultarse, de hecho, caminando por la playa, se encontraban más expuestos que en cualquier otro lugar. Solo la tormenta les servía de tapadera, la lluvia los rodeaba como una cortina asfixiante pero salvadora.

Perseus soltó la mano de su amada, y se adelantó unos pasos cerca de la orilla, miró por todos lados.

—No sé... —inició, ansioso— qué se supone...

De súbito, la lluvia se detuvo, y fue tan extraño como alguien cerrando una bomba de agua. Casi como si, una mano la sostuviera sobre ellos, dejando caer solo un par de gotas que se escapaban de entre sus dedos nubosos. Sin embargo, el viento era el mismo, igual de fuerte que antes, con la pequeña diferencia de que ahora soplaba en dirección al mar, como si alguien lo estuviera empujando hacia allí. ¿Fue un tonto al confiar en una promesa de hace años? Tal vez incluso su amiga había muerto bajo el ataque de los persas.

—Tenemos que... —comenzó de vuelta Perseus, volteándose hacia Annabeth. Pero entonces ella gritó:

—¡Agáchate!

Y de pronto había sido tumbado en el suelo, su cabeza golpeó la arena detrás de él, su cuerpo fue cubierto por el de Annabeth como un escudo, y ese escudo, de repente, se llenó de todas las flechas que los atenienses habían disparado. Se incrustaron todas sobre ella, y ninguna sobre él; porque ella lo había protegido, y porque el mismo viento, parecía haber desviado todas de él.

Gotas de sangre cayeron sobre su rostro, calientes y resbaladizas, se deslizaron por sus mejillas como lágrimas. Annabeth tenía el rostro pálido, y atónito, mientras se observaba el cuerpo con curiosidad, como si no entendiera por qué había tantas puntas de flechas saliendo de su cuerpo, porque, evidentemente, aquellas no pertenecían allí, no deberían. Era injusto, una vez más, atrozmente injusto.

—¿Annabeth? —pronunció su nombre cargado de terror, de absoluto horror, cuando vio que abría los labios y de ellos salía un chorro de sangre como el de un animal cercenado.

Entonces ella caía, y él la sostuvo entre sus brazos, llamándola por su nombre cada vez más desesperado.

Pero por más que lo hizo, Annabeth no volvió a responder.

Perseus, Dios de las mareas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora