Capítulo 2

17 1 0
                                    

SAMUEL

Jaime, o mejor conocido entre la gente como la Montaña, era un tío enorme. Y cuando digo que era enorme, no estaba exagerando.

Medía alrededor de los dos metros de altura y era noventa y seis kilos de puro músculo.

Veloz, implacable, despiadado. Así era Jaime.

Sin la agilidad y sin la precisión de Fran, estábamos perdidos. Pero eso era algo que no pensaba decir en voz alta.

Yo era bueno jugando al baloncesto, pero Fran no sé cómo hacía que siempre conseguía escabullirse como una lagartija.

Jaime y yo nunca nos habíamos llevado bien. Es más, nos detestábamos. Continuamente nos provocábamos, y en más de una ocasión, nos habíamos agarrado a golpes. Si ese capullo quería pelea, ¿quién era yo para negársela?

Jaime se me quedó mirando con expresión altiva. Le devolví el gesto. Si creía que iba a amedrentarme, estaba muy equivocado. Yo no era de los que se callaban ni amilanaban.

Le guiñé un ojo y alcé el mentón, retándole. Apretó la mandíbula.

Quería que cayera en la provocación. Así tendría la excusa de poder romperle la cara.

Fran se paró en el centro de la pista junto con un chico moreno. Lo analicé de arriba abajo sin ningún miramiento.

Debía de ser nuevo porque su cara no me sonaba de nada.

—Estamos listos —dijo Fran—. Cuando quieras.

—Fran, te dije que necesitábamos a una persona, no a dos —mascullé sin dejar de mirar al muchacho.

El nuevo soportó el contacto visual una fracción de segundos, hasta que, incómodo, desvió la vista hacia otro lado. Fran le pasó el brazo por el hombro y contraatacó:

—Donde cabe uno, caben dos.

—Este no es el caso.

—No importa, tío —intervino el moreno—. Juega tú. Además, el baloncesto se me da de pena.

Fran negó con la cabeza.

—Ni de coña. Si tú no juegas, yo no juego.

—¿Es qué no lo has oído? —espeté—. Acaba de decir que no sabe jugar.

—Vámonos, Uri. Aquí no nos quieren.

Se dieron la vuelta y caminaron hacia la salida de la pista. ¡Maldito cabezón!

Si algo tenía Fran, era el poder de persuadir a cualquier persona, por muy terca que fuera. Un don que solo poseía él.

—Está bieeen —accedí, a regañadientes.— Meón, tú con nosotros —exclamé señalando a Fran y, apuntando al nuevo, sentencié—: Tú con aquellos de allí.

—Vuelve a llamarme Meón y te tragas los dientes —gruñó Fran, acercándose a mí.

—Lo que tú digas, Meón.

—¡Te voy a dar semejante tunda que no te va a reconocer ni Dios!

Hizo ademán de darme una colleja, pero yo fui más rápido y la esquivé.

—Demasiado lento —reí.

El partido dio comienzo. El segundo tiempo fue intenso. El equipo de la Montaña nos sacaban cuatro puntos de ventaja.

El sudor goteaba por mi cara y cabello mientras intentaba franquear la barrera defensora.

Fran estaba flexionado y listo para tirar.

Tú, Yo y NosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora