Prólogo

52 8 0
                                    

Prólogo


Eriden, Tierras Altas escoesas. 1405.

El Brujo lo miró con los ojos entrecerrados. Su rostro arrugado aparentaba doscientos años y algunas manchas de carbón ensombrecían esa expresión escalofriante.

Reid Morrison se convenció a sí mismo una vez más de que relacionarse con ese hechicero era absolutamente necesario si quería conseguir sus objetivos. Alzó una bolsita de cuero con cinco monedas de oro macizo dentro. Se la tendió al Brujo y él le enseñó su dentadura podrida en una siniestra sonrisa, solo le quedaban cuatro dientes y estos eran irregulares y pequeños.

—¿Será suficiente este dinero, Brujo?

El anciano abrió la bolsa y contempló su contenido con cierta desilusión.

—Sois una rata miserable, Morrison. ¿Tanto os pesan estas monedas que apenas traéis un par?

—¿Es suficiente o no, Brujo?

El Brujo asintió con la cabeza, murmurando entre dientes que realizaría el trabajo por esa suma casi ridícula porque estaba sufriendo penurias económicas.

Morrison asintió, complacido. Le gustaba tener el control en todas sus empresas. Por supuesto que podría haberle pagado un buen dinero a ese Brujo, pero no quería darle más oro del estrictamente necesario. El lugar de esas monedas era, y siempre sería, su bolsillo.

—¿A quién queréis matar?

—A mi sobrino —respondió Reid sin dudar.

El anciano no esperaba esa respuesta, quizás por eso tardó un par de segundos más en reaccionar. Se dio la vuelta y tomó algunas hierbas de un botecito de cristal amarillento.

El lugar estaba sucio y olía a muerto en descomposición. Reid, sin ningún tipo de disimulo, se cubrió su aristocrática nariz ganchuda con un pañuelo de lino limpio y perfumado. Le parecía una falta de respeto que el Brujo tuviera ese aspecto tan nauseabundo y desaliñado cuando él, —casi— conde de Eriden, se había perfumado y había aplicado polvo de arroz en sus cabellos grasosos para dar una apariencia pulcra y cuidada. A sus cuarenta y ocho años y con un notable sobrepeso, Reid Morrison se consideraba tan atractivo como lo había sido a los veinte. Lo malo era que él no sabía que ni siquiera en la veintena había resultado agradable a la vista... o al olfato.

—¿Por qué queréis acabar con el muchacho? —preguntó el Brujo.

Reid gruñó.

—¿Os pago para que hagáis averiguaciones acerca de mi vida o para que os deshagáis de quienes me incordian?

El Brujo gruñó, molesto, pero no respondió. Se acercó con pasos lentos a un caldero humeante en el centro de la habitación y lanzó dentro de su contenido la semilla de una fruta que Reid no reconoció. Después, tras unos minutos más de rebuscar entre el desorden de su terrible guarida, el Brujo encontró unas ortigas podridas y también las añadió a la mezcla. El vapor adoptó un olor aún más desagradable.

—Por el amor de Dios —se quejó Reid—, esto es repugnante.

—¿El qué? —preguntó el Brujo, sin comprender el malestar de su cliente. El anciano revolvió la mezcla con una enorme cuchara de metal—. ¿Tenéis la sangre del joven?

Y Reid asintió con la cabeza. Después le tendió al hombre un pequeño recipiente de cristal con una generosa cantidad de sangre que había conseguido arrebatarle a traición a su sobrino, aprovechando que éste había acudido a un médico corrupto después de recibir una herida de cuchillo mientras entrenaba. Su sobrino era un buen espadachín, así que Reid era consciente de la suerte que tenía de haber conseguido su sangre. Llevaba mucho tiempo esperando esa oportunidad.

El Brujo vertió el contenido del frasco en el caldero. El agua en su interior comenzó a burbujear con mayor violencia y Reid sonrió, imaginaba que eso se trataba de algo bueno.

—¿Cuánto tardará en morir? —preguntó.

Revolviendo su caldero con maña, el Brujo dejó entrever su lengua negruzca a través de esos labios secos de serpiente.

—Depende del chico. ¿Qué edad tiene?

—Veintiocho años.

—Es vigoroso y fuerte, ¿verdad?

Reid asintió con la cabeza.

—También es estúpido e inmaduro —apuntó, pensando en su sobrino.

—Eso es bueno, sí, muy bueno —susurró el Brujo sin dejar de remover el líquido—. Morirá en semanas... meses, si aprende a controlar el dolor.

—¿Y eso es habitual? —preguntó Reid, preocupado.

—No, no lo es. Normalmente... acaban por matarse ellos mismos, quitándose la vida... —El Brujo miraba al interior de su caldero como si estuviera observando algo hermoso—. Se ahorcan, se clavan un cuchillo... se cortan las venas...

Reid apretó los dientes. Sea como fuere, esperar meses le parecía demasiado. Quería que su sobrino muriera ya, esa misma noche, a ser posible.

—¿Si os pago más podríais hacer que muriera antes? —exigió saber, interrumpiendo las divagaciones del Brujo.

Se ganó una mirada de odio por parte del anciano, que no parecía apreciar que él hubiera acallado las ingeniosas formas de cometer un suicidio que venían a su cabeza.

—Si lo que queréis es que muera de forma sucia, lanzadle una flecha desde un maldito árbol —replicó con disgusto—, la magia se toma su tiempo. La oscuridad actúa con calma.

Maldición. Lo quería muerto ya, ¡ya! Pero tendría que esperar. Si quería un trabajo limpio, una muerte que nadie entendiera y de la que no se le pudiera culpar, Reid no podía hacer mucho más. Por mucho que él quisiera clavar un cuchillo en la carne de su sobrino ese mismo día.

Apartándose el pañuelo de la nariz, Reid se alejó unos pasos de allí y le dio la espalda al Brujo.

—Más os vale no fallar —amenazó—, o será vuestra vida la que pase a ser parte de la oscuridad.

—No lo dudéis, mi señor —susurró el Brujo con falsa amabilidad—, vuestro sobrino morirá. Lo hará pronto.

Asintiendo con la cabeza, Reid Morrison caminó hasta la puerta. El sonido de sus botas en el suelo de gravilla resonó cuando la voz del Brujo lo llamó una vez más.

—Mi señor Morrison... ¿Cuál es el nombre de vuestro sobrino? Recordádmelo, por favor, un alma vieja como yo tiende a olvidar esos detalles.

—¿Es necesario para el hechizo?

—No, mi señor. Pero me gustaría saber, al menos, a quién estoy maldiciendo.

Reid dudó unos segundos antes de hablar, como si no supiera si responderle a ese vejestorio. No quería tener ningún tipo de relación con él, le provocaba una repugnancia indescriptible. Pero, finalmente, por mero agradecimiento porque ese hombre estuviera realizando su trabajo sucio, decidió contestar.

—Ryder. Ryder Morrison —contestó.

Y pronunció esas palabras con un odio tan grande que, desde el punto de vista del Brujo, ya resultaron una maldición en sí mismas.


<3

Isla de Finnèan  [Amazon / Kindle Unlimited]- V.M. CameronDonde viven las historias. Descúbrelo ahora