Tormentas pegajosas
Ya no quedaban tantas charas de pecho gris en la región como antes, pero sí que uno se podía encontrar varias en el parquecillo al norte de los bosques. El mismo hombre de todas las tardes estaba otra vez sentado en uno de los bancos de ese paraje, dándoles piñones de nueces a estos pajarillos. De vez en cuando alguno se le posaba en el hombro, y entonces los dos se ponían rectos mirando hacia el frente, como si a la chara le hubiesen transferido parte de los sentimientos del hombre. Lo mejor quizás era que sus miradas no eran de tristeza, sino de una cálida y armoniosa melancolía. Pareciera que el hombre estuviese esperando que alguien plasmase la escena en un cuadro.
Este calmado individuo fue, en un tiempo lejano a ese panorama, un muchachito de pelo oscuro, bajito y tan escueto como las obras que le gustaba leer. En la cocina – que también era salón, recibidor y la habitación del niño –, encima de una silla blanca y oxidada, se ponía desde muy temprano por la mañana a devorar las colecciones de un autor de origen eslavo, Ademaiah –nombre nunca supo pronunciar–. Se zambullía en obras muy idílicas, que siempre tenían la misma estructura: empezaba con que una persona tenía un problema, por el cual caía en la depresión y la ansiedad, que luego se encontraba con alguien muy puro que le aconsejaba –éste siempre era el máximo exponente de varios valores morales: una persona muy amable, social y caritativa, por ejemplo–, así conseguía quitarse el problema de en medio; en las últimas páginas la persona narraba muchos años después lo bien que se sintió por resolver su problema guiándose por la moral correcta. Al muchacho le encantaban estos relatos, porque creía que estaba aprendiendo a vivir, que esos relatos eran como un manual para la vida.
Siempre veía a primera hora del día que su madre tenía los pelos como maleza y fumaba como un tren por el estrés, y él entonces le insistía en que se pusiera a leer alguno de esos últimos relatos que sacaba de la biblioteca. La mujer, histérica, tiraba los libros por el suelo y salía de casa dando un portazo. Pero el niño se mantenía tranquilo, ni siquiera lloraba – ¿de qué le iba a servir más que para molestar a algún vecino? –. Así que recogía los libros y los ponía en su esquinita de lectura de la cocina, junto a una gigantesca pila de cartas. Luego abría el refrigerador y sacaba el cartón de leche; cogía de los estantes, con ayuda de un taburete, la mantequilla de maní y el pan. Movía después el mismo taburete hacia la cocina para calentar la leche. Y se ponía a desayunar. El único momento en el que a aquel chico no le gustaba leer era mientras comía.
En los años que siguieron no es que el chico pudiera seguir viviendo tan despreocupadamente. Su madre no tardó en desvanecerse como espuma, algunos dijeron que volvió a la República de Europa con el dueño corrupto de un banco, otros, que murió de un coma etílico. Y su hijo prefería decir que nunca conoció a su madre, que era algo largo de explicar y la economía no iba bien para malgastar las palabras.
De esta forma, desde los siete u ocho años el niño empezó a vivir en la casa de un mecánico que lo acogió amablemente. Tanto éste como su esposa eran menudos, y habían perdido a su hijo de diecisiete unos años atrás, en un accidente de moto que tuvo por despiste. La llegada del niño a la casa fue muy repentina y extraña. El muchachito siempre recordaría lo que oyó de la mujer justo el día en el que pisó el suelo del hogar: “Ya he llorado lo suficiente, él es lo que nos falta a nosotros y nosotros lo que le faltamos a él” dijo, sosteniendo un pañuelo con el dibujo de una paloma en vuelo. Y así tuvo el jovencito su primera cena decente desde que nació, y también su primer nombre.
La vida del chico en secundaria se tornó en una repleta de ocupaciones. Primero tenía que coger la bicicleta y recorrer unos cuatro kilómetros hasta el instituto, que se encontraba en medio de los dos poblados de la zona al ser el único que existiría por mucho tiempo. Luego en el instituto pasaba de cinco a seis horas, más las actividades deportivas y de limpieza de las instalaciones. Pero al joven no le molestaba eso, le hacía sentir vivo poder estar ocupado todo el día, y conseguía llegar a la casa con una sonrisa aunque fuera ya de tarde y tuviese los pies agotados.
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Tormentas pegajosas
Teen FictionFélix siempre vivió bajo el techo moral de Ademaiah, un ideólogo defensor del máximo purismo, pero al llegar Casandra y Néstor a su vida, los demonios morales se le avecinan. Fecha: Abril 2014