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Esa noche el silencio evidenciaba la presencia de la muerte.

Todo el camino que conducía a ese polvoriento y apartado pueblo estaba cubierto por los cadáveres desmembrados de los hombres que intentaron hacerle frente al mal que llegó a sus puertas, mismos que ahora eran consumidos por un sin fin de bestias salvajes que fueron atraídas gracias al olor de la sangre fresca.

El viento también era helado, como si fuese invierno y no primavera.

Pese a eso, y para el horror de la vista humana, pequeñas y débiles lámparas seguían alumbrando el camino principal de la aldea, dejando ver más cuerpos mutilados de ancianos, mujeres, hombres y niños que murieron con una expresión de miedo e impotencia en medio de un inútil intento de huir de la muerte que tocó a su puerta.

La muerte llegó a ese pueblo donde solo había humanos y no hechiceros que le dieran algo de diversión.

La muerte llamada Ryomen Sukuna estaba aburrida y por ello propuso un trato que podría darle algo de diversión:

Si esos asquerosos y patéticos humanos le daban algo que jamás ¡Jamás! alguien más le ofreció, sería misericordioso y los dejaría vivir sin hacer mayor daño; pero en caso de no estar satisfecho, mataría lenta y dolorosamente a los pocos sobrevivientes de ese nido de hombres que se reproducían como ratas que osaban atravesarse por el camino que cruzaba.

Por supuesto los hombres aceptaron la débil esperanza de vivir que se les ofreció y en tan solo dos noches se atrevieron a darle al Rey de las Maldiciones algo que nadie más le hubiera ofrecido.

Ahora, tras regresar a ese inmundo pueblo donde se dio el lujo de matar a unos cuantos simios estúpidos que creyeron podrían detenerlo, se plantó frente a ellos fumando opio con una larga pipa que le concedía un aspecto mucho más intimidante.

Divertido y sentado con el imponente porte que ser el Rey de las Maldiciones le confería, miró despectivo a los humanos que no se atrevían a verlo de frente.

La fría y cruel risa de Ryomen hizo eco en el salón de la casa del jefe de la aldea apenas iluminado por unas cuantas velas.

El miserable grupo de humanos que fueron llevados a rastras a ese salón, llorando en silencio tanto como temblaban, mantenían las cabezas sobre la madera del piso esperando que su ofrenda fuese aceptada porque ninguno, después de ver la forma en la que sus compañeros fueron reducidos a trozos de sangre y carne sin piedad, deseaba enfrentar el mismo destino.

Solo un niño muy pequeño vestido con ropas blancas de matrimonio (que fue puesto entre los pocos habitantes de la aldea y ese ser de cuatro brazos y dos rostros que seguía riendo con malicia) mantenía su grande y castaña mirada en lo alto, totalmente incapaz de entender todo lo que sucedía.

Aún así, aunque tenía miedo y se sentía diminuto, estaba seguro de algo: cualquier cosa que ese ser le hiciera sería mil veces mejor que enfrentarse de nuevo a lo que los hombres y mujeres que ahora no lo despreciaban, le habían hecho.

Apretó sus manos infantiles con nerviosismo cuando la cruel voz de esa maldición resonó en el lugar.

—En verdad son un montón de simios con agallas.

Todos los humanos temblaron y gimieron como perros lastimados antes que su jefe se atreviera a hablar.

—¿Le-le complace su-su o-ofrenda?

El Rey de las Maldiciones volvió a reír como si en verdad disfrutara de aquello.

—Qué patética ofrenda. ¿Qué se supone que debo hacer con eso?

—… es-es su es-esposa...

—¿Dices que ese saco de pellejos es mi "esposa"?

—S-sí, se-señor…

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