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El costal de huesos era muy persistente, se dijo Sukuna.

Por treinta y cinco días (con sus noches incluidas) ese costal de huesos y pellejos sin ninguna gracia ni talento, lo siguió sin que alguna queja saliera de su patética boca.

Sin importar que el sol le quemará la piel, que la lluvia lo empapara por completo, si no comía o bebía nada durante horas e incluso días, si se veía obligado a caminar detrás de él cuando ya no había ninguna luz que pudiera seguir, si sus pequeños ojos eran testigos de las viles y crueles maneras en las que le quitaba la vida a cuanto humano se le cruzará, si era acosado por las maldiciones que se sentían atraídas por el enorme rastro de energía maldita que dejaba por dónde fuera que se dirigiera, o que no durmiera más que una hora por día (si tenía suerte) gracias al miedo de perderlo de vista, ese montón de huesos lo seguía sin descanso.

La actitud del niño divertía a Ryomen Sukuna, más no le interesaba lo suficiente como para que sintiera el mínimo impulso por ayudar al simio cuyo aspecto empeoraba más y más a medida que corrían los días.

No es que ese intento de niño tuviera un buen aspecto cuando Sukuna se olvidó de matarlo junto a los otros pueblerinos que lo divirtieron un rato, todo lo que ocurría era que la poca fuerza que había en su cuerpo se debilitaba al no tener los cuidados propios que cualquier niño humano necesitaba.

Y era exactamente eso lo que molestaba a Sukuna.

Desde el punto de vista de Sukuna, aquellos que eran estúpidos y débiles no merecían vivir porque su existencia era un desperdicio y para asegurarlo bastaba ver cómo corrían a refugiarse a las faldas de los que sí eran fuertes, impidiendo que siguieran creciendo al volverse una molesta carga que pocos tenían el valor de dejar atrás.

¿Qué había de bueno en preocuparse por la vida de otros? 

Absolutamente nada, así que El Rey de las Maldiciones seguía su camino riendo con malicia cada vez que se escondía entre las sombras de la noche para asustar al niño que lloraba en silencio al no verlo, totalmente aterrado y sin tener idea de lo que debía hacer.

Sin embargo, aunque la cruel y fría actitud de Sukuna hubiera bastado para que cualquiera huyera a la menor oportunidad, el niño lo seguía con una terquedad que empezaba a volverse interesante, en especial porque era obvio que el niño no viviría mucho tiempo si insistía en ser la lastimera sombra de una maldición tan poderosa que no había hechicero capaz de hacerle frente.

Y justo por eso Ryomen empezó a apostar consigo mismo cuánto tiempo pasaría antes de que el niño finalmente muriera como el desperdicio de aire que era.

Los primeros dos días Sukuna no creyó que llegara al tercer día, pero lo hizo.

Al llegar al séptimo día ese simio vestido de blanco se mantenía de pie tras sus pasos pese a estar asustado y cansado.

En el décimo día solo bastó con que comiera unas sobras encontradas en medio de los cadáveres que Sukuna dejó tras aniquilar otro pueblo humano, para retomar fuerzas con las que seguir adelante.

Desde el décimo tercer día se vio obligado a lidiar con las maldiciones que también seguían a Sukuna, mismas que lo acosaron sin descanso al encontrarlo débil, divertido y solo.

El décimo quinto día pareció alcanzar su límite, pero logró sobrevivir sin importar el mal estado en que se encontraba pese a ser atacado por unos perros salvajes que lo vieron como su cena.

El vigésimo día pudo huir y esconderse tras las espaldas de unos hechiceros que si bien no hubieran podido hacer mucho contra Sukuna, le habrían dado una falsa esperanza, misma que rechazó al elegir caminar por el sendero que seguía el Rey de las Maldiciones.

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⏰ Última actualización: Apr 15, 2021 ⏰

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