Cuento 3

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La suave brisa removió sus rizos morenos, provocándole un escalofrío en mitad de aquella noche estrellada. Frans se hallaba de pie en el balcón de la lujosa suite que había reservado para encontrarse con ella. Le habría gustado contemplar el atardecer a su lado, pero, por algún motivo, se estaba retrasando. La cena yacía ya sobre la mesa del salón, preparada para ser devorada; y el champán descansaba sumergido en un recipiente plateado atestado de hielo. Introdujo la mano en el bolsillo del pantalón y extrajo un sobre con su nombre. Sonrió y lo acarició con los dedos. Dio un suspiro, decidido a releer la carta mientras la esperaba. La letra de Hazel era redonda y firme, no cabía duda de que la rúbrica pertenecía a una mujer. Ensanchó la sonrisa al fijarse en que los puntos de las íes se asemejaban a una burbuja y se preguntó si, al soplar sobre las diminutas esferas, estas saldrían disparadas y se elevarían hacia las alturas, mecidas por el viento. De pronto, notó un cálido aliento en su oreja. Tragó saliva, estremeciéndose inmediatamente después. Estaba tan ensimismado que no la había escuchado entrar. Se giró para fundirse con ella en un abrazo y atrapar sus labios con un beso. Ella le correspondió gustosa. Se susurraron palabras entre sonrisas y suspiros, sin apartar la mirada el uno del otro. Se habían jurado amor eterno tiempo atrás. En otras circunstancias, Frans se habría sentido como un rehén ante tal juramento, pero no con ella. Con Hazel era libre de sentirse como le viniera en gana porque nunca le pedía explicaciones ni le exigía nada. Esa era la razón por la que, sin ser consciente, había terminado entregándose a ella en cuerpo y alma.

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