Me puse la chaqueta, salí de casa y caminé hasta que el sol se puso. Y aún así no me detuve y tampoco dejé de llorar. Hacía un frío que, estaba seguro, me habría dejado sin manos de no ser porque traía puestos unos guantes gruesísimos. En el trayecto me desorienté y terminé con la luna sobre mi cabeza, un cielo completamente despejado y una casa que parecía roja frente a mí. La banqueta en la que estaba sentado y el silencio, así como el viento sin polvo y las copas de los árboles negras me decían que llorar era permitido en ese lugar. Les hice caso. Apenas y podía abrir los ojos cuando regresé a casa. Tenía la nariz más congestionada que todo el tráfico del mundo. Pero eso sí: las manos las tenía tibiecitas. Entré sin demora por la cerca. La puerta principal tenía llave, pero la ventana de mi cuarto no. Me metí como un ladrón experto y el chihuahua de la vecina la alertó. Después llegó la policía. Les enseñé mis documentos y se fueron con una carcajada. La vecina se disculpó por confundirme y me dio chocolate caliente. Después de eso nos pusimos a platicar. Le compartí el dolor que no sabía cómo compartir y ella me compartió su tiempo.
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El chico perdido
Short StoryUn chico que deambula, que se detiene y que finalmente comparte lo que le pasa.