cap. 1 "El dilema del caballero"

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El Dilema Del Caballero

Hace ya mucho tiempo, en una tierra muy lejana, vivía un caballero que pensaba que era bueno, generoso y amoroso. Hacía todo lo que suelen hacer los caballeros buenos, generosos y amorosos. Luchaba contra sus enemigos, que eran malos, mezquinos y odiosos. Mataba dragones y rescataba damiselas en apuros. Cuando en el asunto de la caballería había crisis, tenía la mala costumbre de rescatar damiselas incluso cuando ellas no deseaban ser rescatadas y, debido a esto, aunque muchas damas le estaban agradecidas, otras tantas se mostraban furiosas con el caballero. Él lo aceptaba con filosofía. Después de todo, no se puede contentar a todo el mundo.

Nuestro caballero era famoso por su armadura, reflejaba unos rayos de luz tan brillantes que la gente del pueblo juraba haber visto el sol salir en el Norte o ponerse en el Este cuando el caballero partía a la batalla. Y partía a la batalla con bastante frecuencia. Ante la mera mención de una cruzada, el caballero se ponía la armadura entusiasmado, montaba su caballo y cabalgaba en cualquier dirección. Su entusiasmo era tal que a veces partía en varias direcciones a la vez, lo cual no es nada fácil.

Durante años, el caballero se esforzó en ser el número uno del reino. Siempre había otra batalla que ganar, otro dragón que matar u otra damisela que rescatar.

El caballero tenía una mujer fiel y bastante tolerante, Julieta, que escribía hermosos poemas, decía cosas inteligentes y tenía debilidad por el vino. También tenía un joven hijo de cabellos dorados, Cristóbal, al que esperaba ver, algún día, convertido en un valiente caballero.

Julieta y Cristóbal veían poco al caballero porque, cuando no estaba luchando en una batalla, matando dragones o rescatando damiselas, estaba ocupado probándose su armadura y admirando su brillo. Con el tiempo, el caballero se enamoró hasta tal punto de su armadura que se la empezó a poner para cenar y a menudo para dormir. Después de un tiempo, ya no se tomaba la molestia de quitársela para nada. Poco a poco, su familia fue olvidando qué aspecto tenía sin ella.

Ocasionalmente, Cristóbal le preguntaba a su madre qué aspecto tenía su padre. Cuando esto sucedía, Julieta llevaba al chico hasta la chimenea y señalaba el retrato del caballero.

- He ahí a tu padre – decía con un suspiro.

Una tarde, mientras contemplaba el retrato, Cristóbal le dijo a su madre:

- Ojalá pudiera ver a padre en persona -.

- ¡No puedes tenerlo todo! – Respondió bruscamente Julieta.

Estaba cada vez más harta de tener tan solo una pintura como recuerdo del rostro de su marido y estaba cansada de dormir mal por culpa del ruido metálico de la armadura.

Cuando paraba en casa y no estaba absolutamente pendiente de su armadura, el caballero solía recitar monólogos sobre sus hazañas. Julieta y Cristóbal casi nunca podían decir una palabra. Cuando lo hacían, el caballero los acallaba, ya sea cerrando su visera o quedándose repentinamente dormido.

Un día Julieta se enfrentó a su marido.

- Creo que amas más a tu armadura de lo que me amas a mí -.

- Eso no es verdad – respondió el caballero – ¿Acaso no te amé lo suficiente como para rescatarte de aquél dragón e instalarte en este elegante castillo con paredes empedradas?

- Lo que tú amabas – dijo Julieta, espiando a través de la visera para poder ver sus ojos – era la idea de rescatarme. No me amabas realmente entonces y tampoco me amas realmente ahora.

- Sí que te amo – insistió el caballero, abrazándola torpemente con su fría y rígida armadura, casi rompiéndole las costillas.

- ¡Entonces, quítate esa armadura para que pueda ver quién eres en realidad! – le exigió -.

El Caballero De La Armadura OxidadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora