El día que Tomás llegó a la ciudad, a su nueva vida, Liz se encontraba trepando un árbol en la misma. Junto con su mejor amiga, había caminado hasta la colina de detrás de la catedral. Se habían desviado del camino empedrado que llevaba al mirador más impresionante, saltando el pequeño muro de piedra que lo delimitaba. Habían andado unos cientos de metros campo a través, en busca de su querido árbol.
No era la primera vez que andaban por ahí. De hecho, era bastante frecuente entre los jóvenes de la ciudad. Era una zona idónea para escapar de la mirada adulta para besuquearse o fumar. En el camino, se habían topado con alguno que otro de estos jóvenes, y las dos amigas se habían reído. Siempre tenían una pinta destartalada, ya fuera por la pasión de los besos o por el estado adormilado de la droga. Ellas, bastante más inocentes, sólo querían apreciar el atardecer.
Pese a que no era la primera ni la quinceava vez, a Liz siempre le entraba un fuerte tembleque mientras trepaba. No era de naturaleza valiente, aunque lo intentaba con todas sus ganas.
—¡Nos vamos a matar!
La persona que debía escucharla estaba un par de ramas por encima de ella, animándola a continuar sin lloriquear tanto.
—¡Venga, Liz! ¡Que es el último día de libertad!
La voz mostraba la excitación de Mar. La adrenalina siempre sacaba lo mejor de ella. Le ponía el corazón a cien y eso le recordaba cuán viva estaba. Al contrario que a Liz, el peligro no la paralizaba, sino que la ponía en movimiento.
La mencionada bufó y alargó la mano a la siguiente rama, donde la corteza rugosa y áspera continuó irritando su piel. Sus botas negras no eran tan flexibles como para que escalar resultara cómodo, pero la marcada suela se adhería con fuerza a las superficies. La sucesión de bufidos renacía cada vez que su pelo largo y negro se enganchaba a ramitas y hojas. Tenía que darse tirones y arrepentirse de sus decisiones.
Habían dejado sus mochilas acurrucadas entre las raíces del árbol, que sobresalían y se curvaban como si fueran olas. Estaban más o menos ocultas, y no tenían nada valor. Aun así, Liz solía echarles un vistazo de vez en cuando, por seguridad. Y Mar siempre le recordaba que no pasaría nada y que no mirara tanto hacia abajo, que terminaría quedándose bloqueada por el vértigo.
Por encima de ella, su amiga trepaba con agilidad. Jamás tenía reparo en meterla en esas situaciones. La figura deportiva, gracias a las telas acrobáticas, se movía con desenvoltura, sin ni siquiera mirar hacia atrás. Terminó sentándose en una de las ramas más gruesas y altas. A esa el altura, el tronco tenía grabado sus iniciales. Lo había hecho Liz a principio de verano.
Para suerte de las chicas y su aparatosa actividad, la tarde caía y el frescor nocturno comenzaba a prevalecer sobre las altas temperaturas de verano. Los rayos anaranjados de luz se colaban entre las ramas, cegándolas parcialmente. También había algún que otro bicho, que Mar solía apartar con la dulzura de quien quiere estudiar Biología.
Con la última ayuda de la mano de Mar, Liz alcanzó la rama y se sentó junto a su amiga. Tenía la respiración agitada, pero ahora todo cobraba sentido.
Aquel árbol milenario era robusto y tupido, con una estructura que no tambaleaba con el peso de ambas. Hubiera sido perfecto para una casita de madera, un refugio. Se apreciaba una preciosa perspectiva de la ciudad, con nada que envidiarle a las vistas del mirador.
Los colores del atardecer caían sobre Dunias, la ciudad natal de las chicas. Era una metrópoli moderna, donde convivía la antigua arquitectura de pequeñas casas abrazadas las unas a las otras y los edificios altos de cristaleras relucientes. Vecinas del mismo barrio, ninguna alcanzaba a ver su casa. Pero no hacía falta. No necesitaban pensar en sus vidas. Les valía con la escena y la compañía.
—El día se ha pasado volando -resopló Mar con melancolía. No apartaba la mirada del horizonte.
Liz la miró. Si Mar, de piel más oscura y mayor resistencia, tenía los mofletes colorados, no quería imaginar como estarían los suyos. La coleta que le sujetaba el cabello marrón mostraba claros signos de desgaste. Liz sonrió, antes de ponerle un mechón tras la oreja.
—Lo dices como si no hubiéramos hecho nada. Como si hubiéramos estado todo el día en el sofá.
—Si por ti hubiera sido... —se rió.
La verdad es que, a las nueve de la mañana, Mar se había presentado en casa de Liz con un fuerte miedo al transcurso de aquel día. Siempre se comportaba así el último día de vacaciones. Le entraba el agobio de hacer todo lo que no podía una vez comenzadas las clases. Empezaron con un baño en la piscina pública, después en la playa, almorzaron en un chiringuito y comieron helados en el muelle. Habían merendado en su sitio favorito, donde los camareros ya las conocían por su frecuencia como clientas. Y allí estaban. Subidas en un árbol, desahogando los deseos para el curso entrante. Debían admitir que, por muy aventureras que quisieran ser, tenían el cuerpo agotado.
Todavía tenían la sal del baño en la playa pegada a la piel. Se apreciaba con claridad en el cabello de Liz que, al tenerlo suelto, mostraba los efectos del agua salada. Lo tenía seco y ondulado, con la belleza natural del verano y el océano.
—Pues tengo ganas de empezar. Tengo una buena sensación -comentó sonriente. Habían evitado la conversación sobre el instituto durante todo el día.
—¡Siempre igual! Liz, este tampoco será el año que seamos organizadas y lo llevemos todo al día. Empezaremos motivadas y después... plof. A la rutina de nuevo.
—No seas aguafiestas. Es el último curso de instituto, eso seguro que te hace ilusión. Significa que tendrás ganas de hacer mil cosas disparatadas, como hoy.
—Sí, tenemos que hacer muchas cosas en ese maldito centro del infierno antes de irnos.
—¿Has pensado en algo? —preguntó, con una sonrisa pícara.
Mar siempre tenía un plan bajo la manga, y Liz no se arrepentía de llevarlo a cabo hasta que ya estaba metida hasta la rodilla.
—¿Que si he pensado en algo? Querida amiga, tenemos hasta una lista.

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¡Esa maldita lista!
RomanceAntes de comenzar el último año de instituto, la mejor amiga de Liz, Mar, decide escribir una lista. En ella, diez planes que tendrán que llevar a cabo antes de que termine el curso. Con la promesa de tacharlo todo, harán todo lo que no se han atrev...