Desperté, sobresaltado. El sudor empapaba mi cuerpo y encharcaba las sábanas. Mi corazón estaba latiendo a un ritmo descontrolado. Mis manos temblaban, mi mirada se dirigía velozmente de parte a parte, sin saber con exactitud lo que buscaba. Respiré profundamente, tratando de calmarme. A medida que fui controlando mi respiración fueron calmándose los latidos de mi corazón. Me incorporé lentamente, teniendo cuidado de no caer hacia atrás. Finalmente, tras unos largos minutos pude calmarme lo suficiente como para mirar a mi alrededor. La luz del sol se filtraba por la ventana, iluminando lo que hasta entonces había sido una estancia en tinieblas. Una punzada de dolor asaltó mi cabeza. Me levanté con las piernas aún temblorosas, y bajé por completo la persiana, cerrando a su vez las cortinas. Regresé a la cama. Junto a ella vi la botella que descansaba en el suelo. Apenas quedaba whisky en ella, tendría que salir a comprar. La tomé, observándola pensativo. Desvié la mirada un instante para comprobar la hora que marcaba el reloj de pared, colocado frente a la cama. Las nueve de la mañana. Solo tres horas de sueño, aunque más que sueño diría que han sido tres horas de sufrimiento, de dolor. Volví a centrar mi atención en la botella, mi siempre fiel compañera desde que la mujer a la que amaba se marchó. Quedaba suficiente Jack Daniels para un vaso. Fijando la vista en la foto de la persona que alguna vez me hizo sentir vivo, giré el tapón, para sin más demora dar un largo trago. El fuego familiar embargó mi garganta y mi pecho. Aparté la botella de mis labios, sonriendo a continuación. A pesar de llenar mi organismo regularmente con este maravilloso líquido, la sensación era siempre placentera, quizá tan placentera como la primera vez. Volví a cerrar la botella cuidadosamente, dejándola acto seguido sobre el colchón. Cogí la foto. Murmuré un te amo, y la coloqué nuevamente en su lugar, notando como las lágrimas comenzaban a formarse. Mientras las primeras comenzaban a bañar mi rostro mis recuerdos regresaron a mi mente una vez más. Dos años antes me encontraba de viaje con la persona que más amaba, con la que había sido mi esposa por diez maravillosos años. Era una apasionada de los animales. Tanto que un día encontró a orillas de un río un pato, que estaba muy herido y desnutrido. Lo rescató, y desde entonces pasó a ser nuestra mascota, a pesar de mis objeciones iniciales... Se quedaba porque se quedaba. Era nuestro décimo aniversario y quería preparar algo que jamás olvidase, por lo que decidí organizar un viaje a Australia, donde no falta la diversidad de especies. Un día antes de partir desperté antes que ella, para preparar su desayuno favorito. Cuando despertó, los huevos revueltos acompañados de un par de tostadas y zumo de naranja natural ya descansaban en una bandeja, listos para ser consumidos. Al verlo sonrió y me abrazó. Tenía una sonrisa cálida, una sonrisa que transmitía una paz sin igual. Hablamos mientras ella consumía los alimentos y yo disfrutaba de un café, fuerte y sin una gota de leche. "No sé cómo te puede gustar eso", me dijo por enésima vez. Ambos reímos. El día transcurrió normalmente. Era domingo, por lo que ninguno trabajaba. Aproveché unos minutos en los que quedé solo, ella fue a prepararse para la noche, para llamar a uno de sus restaurantes favoritos y encargar una buena cena. Mientras llegaba fui disponiendo la mesa, cubiertos, platos, unas copas de vino blanco, y unas velas, que encendí con una cerilla. El repartidor llegó justo cuando ella bajaba las escaleras, entraba al salón y veía la mesa adecuada y convenientemente preparada. Tras cenar me excusé un instante, arguyendo que necesitaba ir al baño. Regresé con una pequeña caja de madera, que deposité en sus suaves y hermosas manos. Ella, sorprendida fijó sus ojos, esos ojos del color del mar que me hacían perder la razón en los míos. La emoción al abrir con manos temblorosas la caja y ver los billetes de avión en su interior la inundó. Tras dejar la caja en lugar seguro se lanzó hacia mí. Esa fue la última noche que pasé con ella, la última vez que sentí su cuerpo junto al mío, su tibia piel junto a la mía, sus labios dulces como la miel posados sobre los míos, su voz digna de un ángel susurrando un apasionado te amo en mi oído. A la mañana siguiente nos levantamos temprano, teníamos pocas horas de viaje, pero partíamos pronto. Aterrizamos sin incidentes. El tiempo acompañaba, y nuestro guía, previamente contratado nos estaba esperando en la terminal del aeropuerto, con un cartelón con nuestros nombres. Vi a mi amada enrojecer ligeramente ante la vista de semejante cartel. Le dirigí una sonrisa y, cogidos de la mano, comenzamos a caminar en dirección al hombre. Era un tipo alto, musculoso, sin una gota de grasa en su cuerpo. Hablaba inglés con un marcado acento australiano. Nos contó, mientras nos dirigíamos a la reserva que íbamos a visitar aquel día, que había nacido en Camberra, y que desde muy joven decidió trabajar como guía turístico, le apasionaba enseñar a los turistas su país y, además, era un amante de los animales, como mi esposa. No sé quién de los dos estaba más loco por ellos. Tras una hora de viaje llegamos al lugar. El paisaje me conmovió, era lo más hermoso que alguna vez había visto. Sin perder más tiempo, guiados por John, así se llamaba el hombre, nos fuimos internando más y más en aquella belleza natural. Todo iba bien... todo fue bien hasta la hora de regresar. Me encontraba algo cansado, habíamos caminado mucho, y además llevábamos encima las horas de avión. Mi mujer también mostraba signos de cansancio en su rostro. Rodeé su cuerpo con uno de mis brazos, y juntos fuimos realizando el camino de regreso, sin adelantar en ningún momento a John. Nos quedaban un par de kilómetros para llegar al coche en el que llegamos a la reserva. Fue entonces cuando la tragedia comenzó. Fue entonces cuando inició mi tormento particular y eterno. Había ramas por todos lados. Tanto en los árboles como dispersas por el suelo. Margarita, que así se llamaba mi esposa, pisó una rama particularmente grande. Inmediatamente después de hacerlo, de los árboles que había al lado de ella surgió una enorme serpiente, que se lanzó contra su pierna, enterrando profundamente sus dientes en la carne. Di un grito que seguramente fue oído a varios kilómetros. Sabía qué serpiente era aquella. Es conocida como la taipán de la costa. No sabía exactamente los efectos que provocaba su veneno, pero sí que era muy letal. Desesperado y tras apartar aquel horrible bicho de mi esposa la tomé en brazos, y con lágrimas nublándome la vista comencé a correr, gritando a John para que fuese más rápido, necesitaba llevar a Margarita al hospital, a quince minutos de donde nos encontrábamos. Corrí como nunca lo había hecho. Para cuando llegamos al coche mi esposa temblaba en mis brazos, sufría de náuseas y me suplicaba con voz débil ayuda. Yo tratando de sonar convincente le decía que se recuperaría, que llegaríamos al hospital a tiempo y esto solo sería un desagradable incidente que contaríamos a nuestros futuros nietos. Subí al asiento del copiloto, con mi esposa aún en mis brazos. John condujo con toda la rapidez de la que fue capaz. Pero ella se debilitaba por segundos. Tras cinco minutos en la carretera comenzaron las primeras convulsiones. Yo la sostenía mientras sucedía, gritando a nuestro guía, que tenía una expresión de horror en su rostro para que fuese más rápido. Para cuando llegamos al hospital las convulsiones eran tan intensas que apenas podía sostenerla. Al bajar del coche se detuvieron. Su respiración era débil, agónica. Al cruzar las puertas del hospital me miró a los ojos. Apenas quedaba vida en los suyos. Tuvo tiempo de formar un último te amo, de darme una última caricia con una de sus manos, antes de exhalar su último aliento. Murió justo a la entrada del hospital. Caí de rodillas, sosteniendo firmemente entre mis brazos el cuerpo de la mujer que era mi vida, mi luz, mi motivo de existir. Un grito se formó en mi garganta, pero nunca llegó a salir. Las fuerzas abandonaron mi cuerpo, y todo se volvió negro. No sé cuánto tiempo pasó, pero desperté en una cama de hospital. Margarita, fue lo primero que salió de mis labios. Un hombre de rostro amable se acercó a mí. Resultó ser el médico que certificó la muerte de mi amada. Me dijo que cuando llegamos los tejidos musculares habían sido severamente dañados por el veneno, y las diversas hemorragias internas acabaron definitivamente con su vida. Me dijo que yo había sufrido una pérdida de conocimiento, pero que por lo demás, al menos físicamente estaba bien. A raíz de este momento solo hubo dolor, mucho dolor, angustia y sufrimiento. Tras dos semanas pude conseguir que se me permitiese repatriar el cuerpo de Margarita. Nunca le gustó la idea de estar enterrada tres metros bajo tierra, por tanto fue incinerada y yo esparcí sus cenizas por su bosque favorito.
Los recuerdos dejaron de sucederse. Hasta cuando me atormentarán, me pregunté mientras apuraba el whisky que quedaba, y llorando fui hacia mi armario para buscar algo decente que ponerme para salir a comprar más agua de vida.
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recuerdos.
Non-FictionLos recuerdos, tan difíciles de olvidar en ocasiones y tan imposibles de volver a vivir visitan una vez más a una mente atormentada y a un corazón destrozado.