No sabía ni cómo había llegado hasta allí. Pero ahí estaba, en la entrada de aquella majestuosa catedral, rodeada de semejantes maravillas arquitectónicas que no había visto nunca.
De los dos lados junto a la entrada, había dos grandes conchas emergentes del suelo, como si una ola las sostuviese, que contenían agua bendita. Si mirabas un poco más adelante, en las paredes laterales, podías ver las vidrieras que inundaban la estancia de mil colores, con figuras religiosas representados en ellas. Se les veía solemnes, orgullosos, elegantes, y con una belleza de quien sabe entender la realidad de una forma reservada para muy pocos.
El suelo era de mosaico, con millones de piezas formando un enorme puzzle plagado de cenefas florales, dignas de cualquier jardín. Pareciera que hubieras naufragado y te hubieras despertado en un jardín de un palacio exiliado.
Dos filas de bancos de madera, simples y funcionales descansaban junto a las paredes laterales. Parecían haber sido retirados de su sitio habitual.
A medida que avanzaba, Maya recordó lo que la había traído allí... Llevaba horas huyendo y no sabía cómo despistar a sus captores. Su pelo estaba alborotado y sus labios ensangrentados de los golpes que había recibido. Sus ojos estaban secos pero sus mejillas aún saladas de tantas lágrimas perdidas.
Nadie la buscaría allí, sus ropas desgarradas, sus manos enrojecidas por las cuerdas que la habían sujetado aún le hacían daño, pero aquel lugar, aquel entorno, aquella escena... La habían hecho olvidarlo todo.
Mientras avanzaba por el pasillo principal miró hacia arriba. Millones de personajes la observaban desde un paraíso pintado en la piedra. Parecían compadecerse de su suerte, y a la vez desearle un mejor destino del que venía. Pero ella se sentía a salvo.
En los laterales de la estancia, había hermosas columnas que se unían en el techo con arcos de tres puntos que sostenían el altísimo techo celestial.
Caminando hacia el centro, Maya vio la bóveda principal. Aquello sí que era una obra maestra. La luz entraba reflejando el azul de los cristales en la parte más importante de la iglesia, el imponente altar. Tras él, había una imagen de Jesús crucificado, con sus harapos y las heridas de sus manos y sus pies, con el que ahora, mirándolas, Maya se podía identificar. La estatua contrastaba enormemente con la pared en la que descansaba su imagen, dorada, con muchísimos dibujos de santos y vírgenes. María estaba allí, viendo con desazón lo que habían hecho con su hijo, deseando poder haber hecho algo al respecto y desolada porque la realidad distaba muchísimo de su deseo.
Muchos apóstoles estaban allí, sus figuras miraban a otros lados, como avergonzados de haber renegado de su alianza con su Mesías.
Maya avanzaba lentamente por aquel pasillo enorme, donde se sentía pequeña, de nuevo una niña, inocente, pura e inmaculada como no se había sentido en años.
La estancia estaba en un silencio sepulcral, pero Maya estaba en un estado de éxtasis religioso que no podía explicar, tampoco podía entender, ni podía compartir con nadie. Ahora sólo quería estar en paz, descansar, pasearse en aquel remanso de calidez para su alma y quizá rezar. Como hacía años que no lo hacía.
De pronto, casi de forma imperceptible, unas sombras comenzaron a avanzar por la estancia, como intrusos en una selva oscura, como fantasmas en una casa encantada... Maya estaba demasiado absorta para entender que de nuevo el peligro la acechaba, no sabía lo que pasaba, pero al contrario de lo que había pensado, no estaba sola.
Unas notas se colaron entre las paredes del lugar. Primero suaves pero poco a poco más estruendosas, como un lluvia silenciosa que sin previo aviso se transforma en monzón.
Maya llegó a la parte central de la catedral. El altar se hallaba enfrente suyo y la figura de Jesús parecía mirarla a los ojos...
Las figuras seguían acercándose hacia la ignorante Maya, que seguía perdida en sus ensoñaciones.
Ella cayó de rodillas, derrotada por la sed, el frío y el miedo, y consagrándose y pidiendo perdón a Dios por sus pecados.
Las figuras rodearon a Maya con unas túnicas negras que cubrían su cuerpo, cantando algo parecido a un canto Gregoriano.
Maya los vio de pronto, y se percató de lo que sucedía. La rodeaban, cantaban y se acercaban lentamente. No tenía escapatoria. Miró a su alrededor. Las sombras se quitaron las capuchas. Eran ellos, la habían encontrado, la habían guiado hasta allí, y al fin comenzaría el rito. Era su fin. Les miró a los ojos, de uno a otro, buscando en ellos una pizca de compasión, desesperada, pero no encontró más que determinación y crueldad. Al fin bajó la mirada rindiéndose a su suerte.–Y... ¡Corten! –Gritó el director. –Maquillaje por favor...