Preludio: el pacto de sangre y muerte

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Frienia, año 1808 de la segunda era

Entre Barvian, el feudo de los sombríos, y el reino orco de Teberion se encontraba el bosque de la Noche Eterna. Sus árboles de grandes y frondosas ramas apenas permitían el paso de los rayos de luz y, por ello, una tenue y perenne oscuridad se apoderaba de su inmensa extensión. Se trataba de un lugar idóneo para que diferentes criaturas pudieran reunirse de forma clandestina sin miedo a ser descubiertas.

Serpenteando por el bosque se encontraba el río Aquos, el más caudaloso de toda Frienia, que marcaba la frontera entre los dos reinos. Era tan voluminoso su caudal que en buena parte del año solo se podía atravesar por los vados de Rasen, justo al sur del bosque.

En una de sus zonas más oscuras, un pequeño pícaro de raza mediana deambulaba en busca de las preciadas setas monarca, unos níscalos de buen tamaño que, cocinados con habilidad, se convertían en uno de los platos más sabrosos de toda Frienia, en especial para los medianos.

Bellamir, el recolector de hongos, no acostumbraba a venir solo a este bosque, ya que era uno de los más peligrosos, tanto por los seres y alimañas que lo habitaban como por la clase de individuos que solían frecuentarlo. De forma habitual, iba acompañado de su inseparable amigo Frodin; sin embargo, ese día se encontraba indispuesto debido a un empacho de pasteles y decidió aventurarse él solo.

Justo cuando encontró una considerable colonia de las valiosas setas, después de haber olfateado su delicioso aroma, escuchó un chasquido cercano que le hizo esconderse a observar y ocultar su mente como muy pocos sabían hacer.

Una altiva y bella fémina de raza sombría esperaba impaciente y con evidentes muestras de nerviosismo. Tenía la ligera impresión de que estaba siendo observada, y no por la otra hechicera con la que aguardaba reunirse, precisamente. La sombría conservaba los rasgos característicos de los antiguos elfos, pero con la típica tonalidad más macilenta en la piel de los elfos sombríos. Su larga cabellera negra, que le llegaba hasta la cintura, y sus luminosos ojos grises destacaban sobre un rostro no carente de belleza, aunque con marcadas facciones que insinuaban una pronunciada maldad.

Realizó un exhaustivo rastreo mental por los alrededores y no encontró más que numerosos insectos y pequeñas alimañas. Su olfato tampoco la alertó de nada amenazante o fuera de lo común y se esforzó en aparentar mayor calma.

De repente, un casi imperceptible estallido precedió a la aparición de una esbelta y regia figura. Las facciones de mujer orco de la nueva aparecida, aunque de una singular hermosura natural, denotaban una notable seguridad y aplomo. Sin decir nada, miró desafiante a los ojos de la otra maga que la estaba esperando.

—Llegas tarde, Lirieth, hija de Gulrath —dijo la sombría, fingiendo el mayor sosiego posible.

—He llegado cuando me lo he propuesto, Elenir, hija de Nigriel —contestó la hembra orco con cierta agresividad, añadiendo poco después—: Te veo muy nerviosa, no querrás echarte atrás con nuestro trato, ¿verdad?

—¡Para nada! No me arrepiento de nuestro pacto. ¡Venga! Acabemos con esto cuanto antes —se defendió la sombría.

Se acercaron la una a la otra y, descubriendo sendas dagas, las cuales competían en su lujosa ornamentación, intercambiaron un profundo corte en las palmas de sus manos y, al unirlas, pronunciaron al unísono:

—Estos cortes simbolizan el sagrado pacto de sangre y muerte entre hechiceras que nos ata con la propia vida al cumplimiento de lo acordado. Solo se romperá el compromiso por mutuo acuerdo o por muerte de una de las dos. Si sangrara la cicatriz antes de desaparecer, indicará que una parte ha perdido la vida, liberando a la otra de toda obligación. A su vez, la señal de traición se revelará a través de un intenso dolor en la mano para la traicionada y la muerte fulminante para la traicionera.

Una luz cegadora surgió de las unidas manos de las magas y el pacto de sangre y muerte quedó sellado de forma irremediable.

Ambas féminas quedaron aturdidas durante unos segundos, tambaleándose y haciendo un gran esfuerzo para no caer desvanecidas. Con toda seguridad, las dos se habrían desplomado contra el suelo de no mantener sujetas sus manos.

Poco a poco, recuperaron su regia compostura. Elenir fue la primera en mostrarse restablecida.

—Bueno, pues ya está hecho, Alteza. Ha sido un verdadero placer volver a veros —le dijo a Lirieth con tono de sorna—. Contaré los segundos hasta que vuelvan a cruzarse nuestros caminos —se despidió, acompañando su gesto con una irónica reverencia.

—Yo también esperaré impaciente, querida —concluyó Lirieth, sin preocuparse por el desmedido desprecio que mostraba su tono.

Las taumaturgas se separaron y desaparecieron con sendos chasquidos, dejando el bosque sumido en un sepulcral silencio y en una penumbra que, junto al frío de la noche, helarían los huesos a cualquier criatura que rondase por allí.

El pequeño pícaro observó la escena aterrado, a pesar de que sabía que no habrían podido detectarle gracias a su habilidad para camuflarse física y mentalmente, incluso para los hechiceros más poderosos.

A pesar de que solo pudo escuchar fragmentos de la conversación que, unido a la similitud de las voces, le dificultó entender lo que decían, captó lo suficiente para intuir que su muerte habría sido inevitable si le hubieran descubierto.

Esperó aún un buen rato antes de atreverse a salir de su escondite, para alejarse lo más rápido posible de aquel lugar y volver a su tranquilo y seguro poblado, de tal forma que olvidó la suculenta colonia de setas descubierta, así como las que ya llevaba recolectadas, que también quedaron abandonadas entre la maleza.

Linderiun Tesarien Racem: La invasión de los sombríosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora