Frienia, año 1815 de la segunda era
La majestuosa ciudad amurallada de Belquecia se levantaba señorial sobre una colina que dominaba una extensión de varios kilómetros a la redonda. No era posible intentar un ataque por sorpresa contra ella, ya que su alta situación y los escasos accidentes naturales de todas las tierras circundantes hacían que cualquier ejército fuera divisado desde todos los puntos del horizonte. Al este y en días muy claros, se alcanzaba a ver el río de La Esperanza, frontera natural con Teberion, reino de los orcos. Muy al oeste, lejos de ser alcanzado incluso por la extraordinaria vista de los elfos, se encontraba el mar Belquio, y tanto al norte como al sur se extendían valles y terrenos llanos donde se asentaban cuantiosas aldeas y granjas dominadas por las numerosas fortalezas señoriales de la alta nobleza.
Los formidables muros exteriores de Belquecia harían desistir a los ejércitos más poderosos de intentar un asedio contra semejante fortificación, dado que los vastos terrenos que encerraban sus propios muros incluían pozos, huertos y granjas que garantizaban el autoabastecimiento de la ciudad, prácticamente de forma indefinida.
Justo en el corazón de la ciudad se erguía el palacio real de Lorimar, residencia habitual de la familia real de Delfia desde tiempos inmemoriales. El palacio contaba con cuatro altos y robustos torreones, uno en cada una de sus esquinas, rodeados de hermosos jardines circundados también por una sólida muralla que se interrumpía, en el centro de cada lado del cuadrado que formaba, por entradas fuertemente vigiladas por la aguerrida guardia real.
El palacio central constaba de cinco extensas plantas con numerosas habitaciones. Desde una de las más lujosas de ellas, Syriel, príncipe heredero al trono de Delfia, miraba desconsolado a través de la ventana.
Su madre, Clariel, descendía de una antigua estirpe élfica, una de las pocas que aún quedaban, según los sabios historiadores. Uno de ellos era Baldrich, su maestro y mentor, que además era uno de los pocos auténticos elfos que aún habitaban en Delfia.
Syriel tan solo había llorado una vez en sus veintitrés años de vida, el día de la triste muerte de su madre tras una larga y dolorosa enfermedad que la consumió poco a poco, cuando él contaba apenas con seis años de edad.
Hoy, los ojos de Syriel volvían a dejar escapar lágrimas; lágrimas de pena por ver la decadencia del reino que su linaje llevaba tantos y tantos siglos reinando; lágrimas de añoranza de una época de esplendor donde humanos y elfos vivían en armonía y, habitualmente, en paz y que solo había conocido por libros y relatos de su maestro Baldrich; lágrimas de rabia por las innumerables vidas perdidas de forma inútil en las incombustibles batallas contra los orcos; y lágrimas de resignación por verse obligado a contraer matrimonio con Lirieth, la heredera del rey de los orcos, a la que imaginaba horrible y hedienta.
Syriel reprimió la última lágrima cuando vio acercarse a su palacio a la larga comitiva que escoltaba el lujoso carruaje que portaba a su futura y odiada familia política. Se había vestido con sus ropas más elegantes a petición de su padre para recibirlos y no sabía qué le oprimía más, si las majestuosas aunque poco cómodas ropas o el desasosiego que le producía la antinatural unión que le esperaba y que le angustiaba hasta lo más profundo de su ser.
Syriel se ciñó a la cintura su espada élfica, Almafiel, que tanta sangre orca había derramado, para entregarse al sometimiento del rey orco. Sabía que pronto la levantaría contra los sombríos y empezaba a desear que la protección mágica con la que los elfos la habían dotado dejara de funcionar en la próxima batalla para que así concluyera de una vez su triste vida.
La espada, que era una de las pocas herencias materiales que conservaba de sus antepasados élficos, poseía una belleza sin par. El brillo de su acero no había disminuido con el paso de los años ni su peso liviano, que, junto con su extraordinaria dureza, la convertían en un arma manejable y mortífera. Su filo estaba ornamentado con unos grabados en una extraña escritura, que formaban unas palabras mágicas en una antigua lengua que nunca nadie supo decirle a Syriel lo que significaban, pero que dotaban a la espada de ciertos poderes mágicos que en más de una ocasión habían salvado la vida de su dueño.
ESTÁS LEYENDO
Linderiun Tesarien Racem: La invasión de los sombríos
FantasyUn hechizo que lo puede cambiar todo, un romance inesperado, una guerra inevitable, dos historias entrelazadas... ¡Los sombríos acechan! Quieren conquistar toda Frienia. Orcos y humanos, después de muchos años en guerra, deben aliarse para hacer fre...