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Es irónico que, en mi situación actual de prisionero, anhele mi libertad, cuando nunca la he tenido, cuando mi existencia ha estado marcada por la cohibición de mi propio instinto, tan único y natural como la de cualquier criatura. He sido condenado a la sumisión desde siempre, negado a usar mi raciocinio, y me pregunto, entonces para qué dármela, si me iban a castigar cuando empezara a cuestionarlo. Y de pasar de un encierro a otro, mi desesperación me llevó a huir, para que en el intento caer nuevamente al mismo estado, pero esta vez, a un lugar más detestable.

Mi última prisión era enorme y aislada de todo, a su vez maldecida para vivir en las más crudas de las condiciones; un lugar de detalles inconcebibles, que en alguna parte de la historia el universo debió desechar de sus entrañas para empezar a curarse, y esa misma historia se había encargado de detener su tiempo y preservar su impureza. Su abominable estado infectaba a todo ser que lo habitara, y lo veía reflejado en cada uno de ellos, en cada uno de los míos, y en cada uno de los que llegaban. Vi como el rencor de injusticia se expandía fortaleciendo la inmortalidad, el odio se empoderaba sagradamente a sus fieles, a los mismos que habían humillado, y ahora buscaban revertir su destino, para recuperar lo que se les robo, esta vez siendo verdugos, salvajes, temidos y venerados, a los que también me uní.     

Las prisiones latentes (Cuento)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora