Welcome to New York

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-Bienvenida a Nueva York.

Eso fue lo primero que Tara escuchó en cuanto llegó. De acuerdo no, pero fue lo primero que era especialmente dirigido a ella. Técnicamente no, pero fue lo primero que alguien le dijo especialmente a ella y que era amable. Eso sí era verdad.

Había sido un largo viaje hasta ahí, la ciudad de sus sueños, y para cuando bajó del avión estaba exhausta. No pensaba que viajar por los aires fuera tan cansado, especialmente porque había estado sentada la mayor parte del tiempo.

Ahora, el viaje del aeropuerto hasta su nuevo apartamento era otra cosa totalmente distinta; no había sido tan fácil como pagar el boleto y subir al avión. No.

Primero, lo que dicen en las películas sobre tomar un taxi era verdad: era algo imposible. Pasó más de media hora antes de que uno se detuviese por ella y entonces un hombre se le adelantó hablando por teléfono, se subió y auto arrancó inmediatamente. No es necesario decir que ella le gritó un montón de insultos nada propios de una señorita de veinte años, de buena familia y educada.

Pasaron otros treinta minutos antes de que un coche amarillo se detuviese frente a ella después de hacerle un montón de señas con su equipaje y le ayudase a subir el montón de maletas a la parte trasera del coche.

Cuando entró en el auto un fuerte hedor a sudor le dio de golpe en la cara. Quería bajarse, pero no sabía cuánto tiempo pasaría antes de que otro se detuviese, así que resistió y le dio al hombre la dirección.

Para entonces ya era de noche y fue todo un espectáculo. Las calles estaban abarrotadas de gente y las luces eran tan brillantes que casi la cegaban. Había música, ruido, personas tan diferentes y aun así nadie las miraba mal. Aquí podías ser quién quisieras.

El conductor miró por el retrovisor y se rio al verla, pero a ella no le importaba. Estaba encantada, maravillada. Estaba cumpliendo uno de sus sueños. La ciudad bullía con la vida nocturna.

Y entonces el encanto se rompió, o mejor dicho, desinfló. Un estallido, una maldición del taxista y el coche se dirigió a una calle menos congestionada de automovilistas antes de detener el coche por completo. Al parecer un neumático se había pinchado. Pagó de mala gana y salió el apestoso vehículo.

El hombre comenzó a descargar las maletas y dejarlas sin ningún cuidado sobre la acera. Trató de buscar otro taxi, pero el hombre le dijo que no era buena idea. No encontraría ninguno en ese lugar, además de que estaba tan cerca de su casa que cualquier taxista se negaría a llevarla o la estafaría dándole una vuelta por la ciudad antes de dejarla en el edificio.

Le dio las indicaciones de cómo llegar antes de irse a llamar una grúa. Y así se quedó sola y desamparada en medio de la ciudad más grande del mundo. La gente pasaba a su lado ignorándola. Se ajustó su abrigo, sujetó su equipaje como pudo y emprendió el camino. Caminó balanceado las maletas lo mejor que pudo sin perder el estilo, pero no funcionó demasiado.

Seguido chocaba contra alguien y recibía insultos aunque se disculpara. El caminó era tortuoso; empujada y apretada por extraños, con sus maletas cayéndose cada pocos pasos, pisando charcos de agua y en algún momento algo húmedo le cayó en la cabeza.

Después de caminar unas cuantas calles llegó al lugar. Había estado en el vecindario antes y se sorprendió de no haberlo reconocido cuando entró en él.

Estaba cansada, frustrada, molesta, y decepcionada de que su llegada no fuera como ella había imaginado. No había salió del aeropuerto y detenido un taxi con un silbido, no había llegado al atardecer para ver la puesta de sol frente a su edificio mientras se quitaba las gafas de sol y, aunque estuviese mal que ella lo dijera, luciendo atractiva, no había conocido a un chico con una linda sonrisa que le ayudase a subir las maletas hasta su apartamento.

1989Donde viven las historias. Descúbrelo ahora