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Los días de total penumbra eran curiosos y extraños para Satoru Gojo, un muchacho de veintitrés años. Albino hasta los huesos, carismático y con una altura amenazadora.

Aunque en sí, no tenía nada de atemorizante.



Su familia era estable, su madre y padre tenían un matrimonio comparado con el mar azul, siempre con sus mareas altas y bajas, pescando alguno que otro conflicto que acabaron por resolver al tirarle al agua.
Su madre le molestaba a menudo con conseguir alguna buena mujer, una chica que le hiciera decir "¡Que buena nuera!" o algo parecido. Pero después de que su hijo quedara ciego todas sus esperanzas se fueron volando.

«Esta bien mamá, solo no puedo ver»


Pues, ¿Quién se iba a fijar en un chico que se había quedado ciego por ver de cerca fuegos artificiales?

Sí, en efecto, por eso estaba ciego.



¿Una tontería no?

Si Satoru se las había arreglado para vivir solo y no a costas de su familia fue con la excusa de que contrataría a algún cuidador o perro guía. Eso desde hace casi cuatro años. Pero gracias a las insistencias de sus padres termino por hacerlo realidad.
Y sí que lo pensó, aunque luego de deliberar por dos horas ese asunto realmente le venía mucho mejor el contacto humano.

La manera en la que podía circular por su apartamento era porque seguía aferrado al recuerdo de donde estaba cada cosa. Desde el refrigerador hasta algún calcetín olvidado en medio del pasillo, todo lo tenía en su memoria.
Razón por la que en parte, cuando su madre iba a visitarlo le regañaba de que todo estaba hecho un desastre, y él, entraba en un estado de pánico por que ella moviera alguna cosa de su lugar.


Después de cambiarse de ropa, y ponerse una venda improvisada cubriendo sus ojos, se sentó tranquilo a esperar al llamado del timbre de la persona que había contratado por contactos de su padre.

«Kento Nanami, es unos años mayor que tu, me parece que necesita un trabajo. No seas tan pesado con él por favor» Le advirtió su padre, sabiendo perfectamente la clase de hijo que tenía.

No era secreto que su hijo era ciego, y por desgracia, tampoco lo era el hecho de que fuera bastante infantil, juguetón y retador con sus superiores o gente cualquiera.
Ya hasta cierto punto temía por la integridad de la pobre alma en desgracia que cuidaría de su heredero que la de su propio hijo.

Incluso tuvo que gastarle una pequeña mentira a Kento sobre él.

Pero eso, eso ya es otra historia.




El timbre sonó, y como de costumbre Satoru caminaba lento entre la oscuridad y sus recuerdos para llegar y abrir la puerta.

Y ahí estaba. Nanami Kento.


—Buenos días — Se anuncio seco. Tenía una voz profunda y cortante.
Algo que de alguna manera termino impactando a Gojo.




—Oh, claro si, buenos días

Nanami era rubio, algo más bajito que el peliblanco, usando lentes extraños a la antigua perdida vista del discapacitado. Él no tenía ni idea de cómo lucía y le era imposible tener una imagen mental con solo escuchar su voz.

De repente el camino de regreso a la sala se le había olvidado por completo, asustándose al instante casi tropezando con sus propios pies. Pero salvado de retache por su cuidador.

—Deberías tener más cuidado, Satoru


Él quedó de pie e intentó buscarle de manera inútil con la mirada, pues, en esos cuatro años de aislamiento nadie, nunca le había causado tanta curiosidad como para mover sus ojos bajo la venda y darse cuenta que en realidad, aunque se la quitara, no podría encontrarle.

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