Los silencios se hablan, los silencios se escuchan entre ellos, se encuentran, se reconocen como pautas de vida, los silencios son los fantasmas del placer, burbujas del ego que nos hacen soñar despiertos. No hay manera más silenciosamente amorosa que pensar en uno, el goce de sentirse único, irrepetible, inseparable de la vida por un momento.
Hay instantes de silencios que son muertes pequeñas, que en ocasiones nos agobian o nos permiten separarnos del cuerpo por un instante; descansar de ese cuerpo que navega con nosotros en tempestades o calmas, ese cuerpo que se construye de amores y temores.
Existen silencios que se reúnen y platican entre ellos asuntos del corazón, mientras sus cuerpos se miran y se rozan con los párpados cerrados, hay otros que conversan temores y huidas de los espejos del yo.
El lenguaje más común entre los amantes son los silencios compartidos, donde el gran pecado es asumido por culpa de dos, donde el gozo rebasa las palabras, y los gemidos se escriben en pequeños ensayos sobre las paredes de las habitaciones ocultas, y es ahí donde duendes conviven y guardan su secreto.
Los silencios son recuerdos de esa infancia, que nos llevan a momentos de amor materno, de esos juegos en patios traseros que se vuelven campos extensos de alfalfa o mares cubiertos de olas blancas empujándose unas a otras. Las infancias siempre serán un silencio ruidoso en nuestras memorias, donde el cobijo de la inocencia nos abraza y regresamos amamantar lo olvidado.
Los silencios se quedan en la piel esperando que el viento los invite para volverse aire y encontrarse con las palabras y escribir poesía, porque al final, todo silencio es poéticamente silencioso.
Los silencios abruman y espantan los sueños de muchos y alienta los sueños de varios, de esos locos, que sus amaneceres son locuras de sueños tormentosos.
Verónica Vicente.
