Vivir en una ciudad extranjera sería el sueño de la mayoría de los jóvenes de dieciséis
años que conozco. Pero, para mí, mudarnos de Brooklyn a París después de la muerte
de mis padres lo fue todo menos un sueño hecho realidad. Más bien era una pesadilla.
En realidad, podría haber estado en cualquier parte del mundo y me habría dado
igual; apenas prestaba atención a lo que me rodeaba. Vivía en el pasado, asiéndome
desesperadamente a cada pequeño recuerdo de mi antigua vida. Una vida que había
dado por sentada, creyendo que duraría para siempre.
Mis padres habían muerto en un accidente de tráfico, justo diez días después de
que yo obtuviera el carné de conducir. Una semana más tarde, el día de Navidad, mi
hermana Georgia decidió que abandonaríamos los Estados Unidos y nos iríamos a
vivir a Francia, con nuestros abuelos. Yo todavía estaba demasiado aturdida como
para discutir.
Nos mudamos en enero. Nadie pretendía que volviéramos al instituto de
inmediato, así que nos dedicamos a dejar pasar los días, intentando sobrellevar la
situación, cada una a su manera. Mi hermana mantenía la tristeza a raya con frenesí, a
base de salir cada noche con los amigos que había hecho durante nuestras visitas
veraniegas. Yo me convertí en pura agorafobia andante.
Había días que conseguía salir del apartamento y empezar a andar por la calle.
Pero siempre acababa por echar a correr hacia la protección del hogar, alejándome del
exterior, tan opresivo, donde parecía que el cielo se me iba a caer encima. En otras
ocasiones, me despertaba por la mañana y apenas tenía energía para llegar a la mesa,
desayunar, y volver a la cama, donde pasaba el resto del día sumida en la pena,
desconsolada.
Al final, nuestros abuelos decidieron que teníamos que pasar unos meses en su
casa de campo. «Un cambio de aires», dijo Mamie, lo que me hizo recalcar que era
imposible que el cambio en la calidad del aire fuera a ser más dramático que el que
había entre Nueva York y París.
Pero, como de costumbre, Mamie tenía razón. Pasar la primavera al aire libre nos
ayudó de manera extraordinaria, y a finales de junio puede que todavía fuéramos
meros reflejos de nosotras mismas, pero ya éramos capaces de funcionar dentro de la
sociedad y podíamos volver a París y al «mundo real». Si es que al mundo se le podía
volver a llamar «real». Por lo menos tenía la oportunidad de empezar de nuevo en un
sitio que adoro.
No cambiaría París en junio por ningún otro lugar del mundo. Aunque es el lugar
en que he pasado todos los veranos de mi vida, la ciudad siempre me hechiza cuando
paseo por sus calles en verano. Su luz es única. Parece como si la hubieran sacado deun cuento de hadas; la luminosidad, como creada con una varita mágica, da la
sensación de que en cualquier momento podría ocurrir algo extraordinario y ni
siquiera te sorprendería.
Esta vez era distinto. París era la misma de siempre, pero yo había cambiado. Ni
siquiera el aire fresco y vivo de la ciudad conseguía penetrar la oscuridad que me
envolvía. A París se la llama la Ciudad de las Luces, pero, para mí, se había
convertido en la de la noche.
Pasé la mayor parte del verano sin compañía, y enseguida me asenté en una rutina
solitaria: desayunaba en el oscuro apartamento de Mamie y Papy, lleno de
antigüedades, y pasaba las mañanas atrincherada en alguno de los pequeños cines
parisinos que proyectaban películas clásicas durante todo el día o vagando por mis
museos favoritos. Después volvía a casa y me dedicaba a leer durante lo que quedaba
del día, cenaba, y me tumbaba en la cama a mirar el techo; cuando conseguía
dormirme, me acosaban las pesadillas. Me levantaba por la mañana y repetía el ciclo.
Las únicas brechas en mi soledad las abrían los correos electrónicos de mis
amigos de Estados Unidos. «¿Qué tal es la vida en París?», querían saber todos.
¿Qué podía decir? ¿«Deprimente»? ¿«Vacía»? ¿«Quiero que me devuelvan a mis
padres»? En vez de eso, mentía. Les decía que era muy feliz viviendo en París. Que
era una ventaja que Georgia y yo habláramos francés con fluidez, porque estábamos
haciendo muchos amigos. Que me moría de ganas de empezar en el nuevo instituto.
No mentía para impresionarles. Sabía que sentían lástima por mí, y solo quería
que se quedaran tranquilos, que no se preocuparan. Pero, cada vez que pulsaba el
botón de enviar en el ordenador y releía lo que les había contado, me daba cuenta de
las vastas distancias que había entre mi vida real y la que había inventado para ellos,
lo que me deprimía aún más.
Al final caí en la cuenta de que, en realidad, no me apetecía hablar con nadie. Una
noche estuve quince minutos sentada, con las manos sobre el teclado, pensando
desesperadamente en algo positivo que pudiera contarle a mi amiga Claudia. Cerré la
ventana del nuevo mensaje y, tras respirar hondo, eliminé mi cuenta de correo
electrónico por completo. Gmail me preguntó si estaba segura de lo que iba a hacer.
«Claro que sí», pensé mientras hacía clic en el botón rojo. Me quité un peso enorme
de encima. A continuación, metí el portátil en un cajón de mi escritorio y no volví a
encenderlo hasta que empezó el curso escolar.
Mamie y Georgia me animaban a salir y conocer gente. Mi hermana siempre me
invitaba a ir con ella y su grupo de amigos a tomar el sol a la playa artificial que se
encontraba a orillas del río, o a escuchar música en directo en los bares, o a los
locales donde pasaban las noches de los fines de semana bailando. Con el tiempo,
dejó de insistir.—¿Cómo puedes salir de fiesta después de lo que pasó? —le pregunté a Georgia
al final. Mi hermana permanecía sentada en el suelo, maquillándose frente a un
espejo rococó bañado en oro que había descolgado de la pared y apoyado contra una
estantería.
Mi hermana era muy guapa. Tenía el pelo de color rubio dorado y lo llevaba
corto, con un peinado andrógino que solo podía quedarle bien a una cara con unos
pómulos como los suyos. Tenía la piel blanca, suave y delicada, cubierta de pecas
diminutas. Igual que yo, Georgia era alta. Al contrario que yo, tenía una figura
espectacular. Yo habría matado por tener sus curvas. Mi hermana aparentaba ser una
veinteañera, nadie habría sospechado que, en realidad, cumpliría los dieciocho en
pocas semanas.
Georgia se volvió hacia mí.
—Me ayuda a olvidar —dijo, mientras se ponía máscara de ojos—. Me ayuda a
sentirme viva. Estoy igual de triste que tú, Kitty Cat, pero esta es la única manera que
he encontrado para lidiar con nuestras circunstancias.
Sabía que decía la verdad. Cuando pasaba la noche en casa la oía llorar en su
habitación, sollozar como si le hubieran roto el corazón en mil pedazos.
—Andar como un alma en pena no te beneficia en nada —continuó Georgia,
hablando con ternura—. Deberías pasar más tiempo en compañía de gente. Distraerte.
Mírate —dijo, dejando el rímel de lado y acercándome hacia sí. Me hizo mirar hacia
nuestro reflejo en el espejo.
Al vernos juntas, nadie diría que somos hermanas. Tengo el pelo castaño, largo y
sin vida; la piel, que gracias a los genes de mi madre nunca se bronceaba, se me veía
más pálida de lo normal.
Y mis ojos azules verdosos no se parecían en nada a los ojos seductores de mi
hermana, con los párpados pesados y la mirada arrasadora. Mi madre decía que yo
tenía los ojos almendrados, para mi disgusto. Preferiría que la forma de mis ojos
evocara encuentros tórridos en vez de frutos secos.
—Eres preciosa —concluyó Georgia. Mi hermana, mi única admiradora.
—Ya, díselo a la multitud de muchachos que están haciendo cola en la calle —
dije, con una mueca. Me aparté de ella.
—Bueno, no vas a encontrar novio a base de pasar las horas a solas. Y si no dejas
de frecuentar cines antiguos y museos vas a acabar pareciendo una de esas mujeres
del siglo diecinueve de tus libros, que siempre acaban muriéndose de tuberculosis, o
hidropesía, o sabe Dios qué. —Georgia se volvió hacia mí y añadió—: Escucha,
dejaré de insistir en que salgas conmigo si me concedes un deseo.
—Llámame hada madrina —dije, intentando dedicarle una sonrisa pícara.
—Agarra tus malditos libros, llévatelos a la calle y siéntate en una cafetería. Al
sol. O la luz de la luna, me da igual. Pero sal de aquí y llena de maravilloso y
contaminado aire esos desaprovechados pulmones tísicos del siglo diecinueve.
Rodéate de gente, por el amor de Dios, hazlo.—Pero ya veo a gente… —empecé a protestar.
—Leonardo da Vinci y Quentin Tarantino no cuentan —me interrumpió Georgia.
Me callé.
Mi hermana se levantó y enlazó el brazo con la correa de su diminuto bolso, un
modelo muy chic.
—No eres tú la que ha muerto —añadió—. Fueron mamá y papá. Y ellos querrían
que vivieras.
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mi vida por la tuya
RandomLa obra no es mia, solo la estoy traduciendo. No tengo derechos de autor Cuando los padres de Kate Mercier mueren en un trágico accidente de automóvil, ella deja atrás su vida -y sus recuerdos- para irse a vivir con sus abuelos en París. Para Kate...