Se encontró con los ojos de la vaca cuando abrió la puerta de la sala de juntas. «Vaca vaca», gritó como si la bautizara, como si de pronto se hubiera encontrado con una novedad naranja con cuernos y manchas blancas que requería de un nombre y lo primero que sus labios dijeron, empujados por el susto fue, «Vaca vaca».
La verdad era que el general Maximiliano Hernández Martínez estaba más asustado que la vaca, más salidos los ojos, más nervioso y sustraído desde que lo maldijeron por el levantamiento campesino en el que murieron veinticinco mil indígenas. Le pesaban sus actos, pero estaba dispuesto a soportarlo todo por la patria que se le había dado y tenía que defender por altísimos designios. Ahora, el terror de su país se mostraba en forma de quemadura solar, fiebre, inflamación de amígdalas, vómitos y dolores de estómago.
Hacía un mes que la ciudad capital se había declarado aislada. Los muertos ascendían a trescientos cuarenta y ocho. La epidemia los había rebasado. El general, en un arranque de desesperación, mandó a cubrir todas las lámparas de rojo gritando de frente al mar, desde su oficina de rey, que no necesitaba de nadie, que él mismo se bastaba, que había parido una patria y podría parir tantas como quisiera porque dios estaba con él. Rabió por el telegrama de Rafael Leonidas Trujillo diciéndole que la presión internacional lo amenazaba con cerrar negocios en República Dominicana si mantenía el apoyo a su gobierno, «lo siento compadre pero todos saben que la penicilina es para tu país», finalizaba el mensaje.
Al cierre de ese episodio, iracundo, más confundido que molesto, dijo: «Hagamos una fiesta, una fiesta para que todos se olviden de esta mierda. Hay que estar alegres para que las defensas no se bajen. Por eso la gente se enferma. Mira nomás las cabezas agachadas que traen todos. Si seguimos así, nos vamos a acabar pronto». Se levantó de su silla y en la ventana que da hacia el centro, desde su oficina de dios, volvió a decir: “Haremos una fiesta. Quiero ver a toda la gente contenta, y al que esté triste, mátenlo».
El domingo próximo, toda la ciudad celebraba, por órdenes del jefe, la fiesta en la plaza de armas, riéndose de su desgracia, pasando por encima de dos viejos que se desplomaron por la enfermedad y que fueron retirados como parte de la basura para no interrumpir la algazara.
«Todos he dicho. Sin excepciones», había sido la orden y esa era la razón por la que, ese día, estaba solo en la casa presidencial. Él iría también, pero de súbito, antes de ponerse las botas, una duda rompió su disciplina.
—¿Dónde están mis calcetines rojos?
No saldría sin ellos, como no lo había hecho desde que le dijeron que debía usar una prenda roja para evitar el contagio de la escarlatina. Él, como padre de la patria, debía procurar su salud. «Calcetines —había dicho— para que el pueblo sepa que esta enfermedad nos besará los pies. Un par para cada quien y uno para mí, nada más, que sepan que aquí todo es justicia».
Al no encontrar sus calcetines rojos, comenzó a gritar de nuevo, a pedirlos a cualquier cosa que estuviera a su alcance, incluso al zanate que se había parado en la ventana, «Tráelos animal negro», dijo con un ademán enérgico, pero el zanate se dio la vuelta al primer movimiento de las manos y se alzó volando. «De mí no te burlas, nadie se burla, ¿oíste?, te mandaré a matar», amenazó el general.
Irritado, entró y salió de la cocina, del comedor, de su despacho, buscando a alguien que le trajera los calcetines rojos, pero sólo al entrar a la sala de juntas se encontró acompañado por una vaca, una vaca que, como ya dijimos, se asustó más que él al verlo, por eso salió corriendo como un perro despreciado cuando le gritó «Vaca vaca», derrapando incontables veces por el piso y las escalinatas de mármol de la entrada principal. Cansado de rabiar, se sentó en una silla de la sala, admiró en la pared, por vez primera, el cuadro que descubre a un hombre robusto en el suelo y una mujer gorda que implora, en actitud dolorosísima, a otro hombre corpulento que la amenaza con un machete. El cuadro lo recibió al cumplir cincuenta años, «Lo mandan desde Colombia», dijeron, y a él le pareció valiente, hermoso. Como en una revelación, respiró con lentitud buscando tranquilizarse, miró al cuadro con más detalle. Movió la cabeza. Cerró los ojos y, en un pestañazo suave, volvió al cuadro.
—Este cabrón, se burló de mí —dijo sin gritar—. Se burló de mí como se burlan todos.
Volvió a respirar prolongando el oxígeno.
Se quedó solo, pensando en el desaire de los demás países. «Dicen que me reprueban por haber hecho lo que hice, y los hijos de puta en lugar de mandarnos medicinas, me cercan como pueden para obligarnos a morir. Qué clase de política, qué clase de políticos. ¡Qué mierda!»
En la mierda, al fondo de la sala, desempolvándose de sus pensamientos, el general descubrió un pedazo de tela roja. «Esos son, ese es mi par de calcetines», dijo. ¿Cómo la vaca pudo ser capaz de llevarse desde su alcoba los calcetines rojos que había buscado por dos horas? «Es imposible», sentenció. Frunció el ceño y dedujo, «Me quieren matar, quieren que la maldición de los indígenas se cumpla de una vez —soltó un sonrisa burlona—. Pero esto no se va a quedar así». La rabia volvió y salió corriendo hacia el establo gritando: «¡Vaca vaca, maldita vaca!». Descendió las escalinatas de mármol, atravesó el jardín, avanzó con dificultad por el camino de piedras de río que lleva al establo. Allí encontró a la vaca, paciente, como si ya lo esperara. «¿Dime vaca, dime quién te dio mis calcetines?» La enfrentó con su mirada de perro bravo. La vaca no contestó. Tenía los ojos tristes como todas las vacas. En su lugar, cerró sus largas pestañas y movió la cabeza. Le negó la mirada. El general se sintió despreciado. Volvió al ataque, gruñó, le gritó como si trajera una turbina descompuesta atorada en la garganta, «¿Dime quién fue vaca del demonio?» Sacó su pistola. La vaca volvió altiva, como una mujer orgullosa y ofendida. «¿Dime quién fue o te mato?» Y le apuntó a la cabeza.
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Como una mujer orgullosa y ofendida
Historical FictionEn uno de los talleres de escritura se nos pidió escribir un texto basado en una lectura reciente y que incluyera elementos históricos. Terminaba de leer El otoño del patriarca y había visto un cuadro de Botero, esos elementos me llevaron a El Salva...