Cuatro

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    Aquel nombre llegó a sus oídos como un susurro que arrastra el viento, como si fuera un mal presagio, una sentencia. Aunque cualquiera podría pensar en ello como una mera casualidad, Viktor no creía que se tratara de eso. 

Dirigió su mirada hacia todos lados, a cada esquina, a cada puerta, a cualquier persona que estuviera allí y cumpliera con las características del joven que le había quitado todo. Pero no lo halló. 

Pensó, entonces, que quizás había perdido la razón, que el fantasma de ese nombre (y con él, todo lo que representaba) lo perseguía como una sombra. Volkov creyó que eso era una secuela, la consecuencia de lo que le provocó Gustabo. Tal vez él ni siquiera seguía en la ciudad, a lo mejor, él también había muerto.  Porque Viktor se sentía así, muerto, vacío. Incluso si respiraba, aun cuando estaba allí, de pie. 

¿Qué es la vida si no tienes nada? ¿Para qué vivir si lo pierdes todo?

Levantó la mirada, agónica y rota, y encontró consuelo en unos bellos ojos azules que le miraban de la misma manera. Y todo cobró sentido en ese momento, solo así pudo saberlo. 

Gustabo estaba allí.

Y, solo por ese momento, su existencia no representó nada realmente malo, porque se vio reflejado en él, dañado y solitario, abandonado y quebradizo. Tan frágil. Por ese único instante, Gustabo le hizo sentir vivo, y algo se agitó en su corazón y en su estómago, algo que no era odio ni resentimiento. 

Cuando sus miradas se apartaron y ambos fueron en direcciones contrarias, no había una pisca de la determinación con la que Viktor se había propuesto acabar con esos ojos tan bellos. Solo había un hueco que se agrandaba a medida que pensaba en ello, en todo, en Gustabo, en él mismo, en la gente que, después de todo, los había dejado allí, tan solos. 

Al voltear a verlo, por última vez, pensó que podría dejar su venganza de lado, si tan solo eso significara que esos ojos volverían a brillar como antes. Que, tal vez, esos faros serían capaces de iluminar este nuevo camino, y quizás... no haría falta nada más.

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