🏹| capítulo cuatro

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La verdad tiene una función clara, sin importar el contexto: se puede usar perfectamente como un arma. Es cierto decir, también, que muchas veces los chantajes provienen de la información a la que uno deja acceder. Descubrir la respuesta a algún enigma puede significar un gran acierto, o un gran salto al vacío. Lo único certero es que la verdad siempre sale a la luz, que los secretos no se pueden ocultar por mayor esfuerzo que se haga.

Y ese cambio en la normalidad, nadie lo logra ver de antemano. Simplemente descontrola.

Noviembre, 2009.

Eso no podía estar pasando, no a Raquel.

El vaso de plástico en sus manos cayó sobre la alfombra grisácea de la sala ubicada en el centro de Sevilla. Se sentía fuera de sí, como si su vida pendiera del hilo más fino en sus catorce años de vida. Su cabeza le dolía con gran tensión, toda la información se colaba por las retinas de su cerebro a punto de explotar, no entendía como almacenar todo.

- Necesito...un tiempo a solas. - Exclama con dificultad, sintiendo la bilis colarse por su garganta. Corre hacia el baño con poca firmeza, sintiéndose demasiado abrumada.

Toda su vida era una farsa.

Abrazándose al retrete, las lágrimas brotan de sus cuencas a borbotones. El pecho le sube y baja, y en su cabeza todo da vueltas. Le cuesta mantenerse en pie, cada movimiento que hace, por más pequeño que sea, hace que su cuerpo siga sin mantener estabilidad, y su respiración se volviese más pesada junto al aire que comenzaba a faltar.

No sabría especificar en exactitud el tiempo que permaneció en ese estado, solo sabía que le dolía el pecho, y recobrar el aire suponía un cansancio más ameno.

Estirándose brevemente, se levanta agarrándose de la pared y se dirige al lavabo. Levanta su cabeza y ve su reflejo en el espejo. Evita verse más tiempo del adecuado, antes de que su figura le provoque más asco y vergüenza, por lo que deja el grifo abierto con el agua cayendo y lava su rostro. No es una fanática del maquillaje, a diferencia de su madre, pero arregla las imperfecciones con algo de corrector del color de su piel.

El cabello castaño le cae por los costados, rompiendo un poco con la facilidad para arreglarse. Cuando se siente lista, levanta la cabeza nuevamente y suspira con los ojos cristalizados, sin poder sentir algo más que una furia intensa creciendo dentro de ella.

Asoma su cabeza fuera del lugar, observando el pasillo con desagrado teniendo sentimientos fervientes, pero todos lejos de la familiaridad. Da una bocanada de aire lo más silenciosa que puede, y toma el sobretodo negro antes de salir oficialmente bajo su atenta mirada. Sabe que ella no debería sentirse así, que la historia debería ser al revés, pero lo espontáneo siempre fue algo que la atrapó.

- Volveré luego, tengo que tomar aire.- Susurra en modo de aviso, con la voz quebrada poniendo algo parecido a un mojón.

El viento le pega de lleno sobre el viento, despeinándole el cabello. Mete las manos en los bolsillos de su pantalón y se echa a caminar sobre la avenida en la que su residencia está colocada.

El otoño siempre le ha presentado a Raquel ciertas simbologías en su vida, condenándola a ser su estación preferida, puesto que es donde se logra desarrollar mejor con su entorno. Desde que es pequeña recuerda escurrirse entre las pilas de las hojas caídas y jugar con algún animalito que se pasara por ahí. Pero, con catorce años y sin botas es un poco complicado no pasar vergüenza lanzándose a un colchón de colores.

Decide, entonces, ir a por un café en vaso a una cafetería cerca de su casa. Su estómago le ruge, gracias a no haber ingerido más que una rodaja de pan recién levantada.

- Demonios, esto me sucede por no desayunar bien. - Murmura en un corto lamento, agilizando el paso hasta el local.

Cuando abre las puertas el olor de la cafeína es lo único que se siente en el ambiente, además del ruido de cubiertos chocando contra algunos platos. El color verde de las paredes le otorga un aspecto cálido, pero no demasiado chillón.

- Un café, cortado. - Pide, estirándose apenas sobre la barra. A lo lejos ve a la dueña del local y le sonríe. Deja un par de billetes junto al cambio en modo de pago, y espera atentamente viendo como cae la infusión en su vaso.

Una vez que le entregan el pedido, saluda amablemente y sale del lugar de compras viendo la hora en el reloj analógico en la pared. Son las dos y media de la tarde.

Continúa caminando sin ninguna prisa, soplando por la abertura la infusión, para bajar su temperatura. Se acomoda el cabello a la par que juega con el vapor que sale del aire expulsado por su sistema respiratorio.

Cuando el vaso está vacío, deja el envase en un contenedor residual sonriendo tontamente al leer su nombre escrito tan delicado, y la carita feliz que tiene por el final. Eso por alguna razón le mejora la moral.

Analiza la situación, ahora sí, con la mayor claridad que logra encontrar. Es inevitable que suponga una gran decepción por la falta de verdades en su familia, pero encuentra como un modo de protección el haberlo retenido hasta esta edad. También, entiende demasiadas dudas tontas que se le cruzaban por la cabeza al ver a sus padres. Porque todo parecía ser parte de un rompecabezas externo al que ella estaba jugando.

Cree, por un momento efímero, saber que hacer. Sabe que en cuanto vuelva a casa necesitarán una respuesta, por más compleja que sea la ecuación sin poder despejarla por si misma. El miedo la consume y la indecisión la bloquea.

- ¡Hey! - Escucha un grito a lo lejos, más al estar tan perdida en sus pensamientos lo ignora creyendo que no se refiere a ella. - ¡Hey, sí, tú, la niña con el pelo castaño! - Vuelven a llamar, ella se queda perpleja al escuchar un fragmento que maquina su cabeza a la susceptibilidad de su infancia.

- No puede ser posible. - Susurra en voz baja, y sacándose el sentimiento del pecho alza la cabeza correspondiendo al llamado. - ¿Sí? ¿Qué se le ofrece?

A diferencia de su contrario, en su voz se ha perdido totalmente el rastro del acento colombiano, como la mayoría de sus expresiones.

- Se le ha caído la billetera, señorita. - La tonificación en su voz es un clara reminiscencia a una parte de la vida de Raquel Sánchez con la que ha luchado para extirpar. Salvando a sus abuelos, no planea recordar nada de Colombia, por su seguridad.

- Oh, muchas gracias. -Agradece dulcemente, y camina unos pasos hacia delante luego de girarse para buscar ese objeto. Nuevamente, sus manos se rozan como hace cinco años, pero con el paso del tiempo todo se intensifica, produciéndoles un escalofrío en la espina dorsal. - Que tenga buen día.

Ella guarda el accesorio en uno de sus bolsillos y desaparece por una de las esquinas laterales. Villamil ve algo brillar en el suelo y se acerca a tomarlo, es un brazalete. Lo mira hasta no dejarle rastro sin ver, repara en el R.A marcado en plateado sobre un dije en forma de trébol, nombre y apellido, deduce.

Esa ruptura en la estabilidad del universo para nada premeditada, esa fotografía mental del primer recuerdo, del que no se borraría. Esa pulsera extraviada, esa huella sobre el pavimento, esa prueba física que dejaría una llama encendida.

Una primeriza promesa por hacer, el volver a verse terminaría siendo algo más que una típica frase de saludo. Volverse a encontrar bajo las estrellas, como en una película.

Alcanzar el esplendor de la perfección en la utopía de un mundo desastroso.

- Este capítulo contiene muchas cosas para leer entre líneas, y algunas cosas son muy importantes. Recuérdenlo.

armonía universal | j.p villamilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora