Una chispa. Menuda, apenas perceptible, pero una chispa al fin y al cabo. Mi entorno parecía encantado por ese conjunto de tímidas chiribitas que era yo por aquel entonces, y a mí eso me llevaba a sentirme el mayor regalo de sus vidas. Salí a centellear por este mundo por primera vez la noche del 23 de febrero de 1936 a las 2:57 de la madrugada en Aberdeen, Escocia. Sí, vaya material para la carta astral más bella del mundo, ¿verdad? Para entonces aún no sabía lo que se me vendría encima.
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~EL CENTELLEO~
Se supone que pasé los primeros años de mi vida siendo una bebé bastante avanzada para su edad. Maldita amnesia infantil, me gustaría poder recordar la que se supone que fue mi época de oro. Me llovían halagos sobre lo preciosa y buena niña que era y a mis padres les gustaba presumir sobre mi buen comportamiento con otros vecinos del barrio. Decían que podía echar perfectamente la noche del tirón sin llorar. Irónicamente, todo lo que no lloré de pequeña lo lloré de adulta... pero eso ya vendrá unos capítulos más adelante.
Corría el año 1941 y nuestra humilde casa de Aberdeen se nos empezaba a quedar chiquitita, pero ahí seguíamos. No porque la familia hubiese crecido, no, yo seguía siendo la orgullosa hija única, pero según mis padres al cumplir cinco años me convertí en una nueva persona: no había forma de pararme, nadie podía hacerme estar sentada en una silla por más de diez segundos y mi meta era hacer de nuestra casa el mayor parque de entretenimiento del mundo. Se supone que hacía lo mismo en la escuela y eso a mamá no le gustaba nada. A mis padres este comportamiento les bastó para decidir no tener más hijos. Tenían la paciencia de un santo para soportarme, pero seguía siendo la niña favorita del barrio. Cuando los vecinos me escuchaban reír correteando por el jardín asomaban la cabeza por la valla para admirar esa vitalidad mía en su máximo esplendor.
Yo vivía feliz creyendo que el único problema en la vida sería hacerme mayor e ir creciendo, y no iba del todo desencaminada, pero mientras tanto para ellos la pequeña Kayts seguía siendo un espectáculo cautivador. Maldito también el día en el que mi madre les contó a los vecinos el significado de nuestro apellido. Ellos fueron los que decidieron bautizarme así, Kayts, por la gracia del juego de palabras con mi apellido y por la "chispa" que todos creían que yo llevaba dentro.
Mis padres eran de Karaklis, Armenia, un precioso pueblo digno de postal que tuvieron que dejar siendo niños durante la Guerra Mundial como tanta gente. Sé que es un cliché, pero realmente fue así. Sus familias se conocían de toda la vida y dada la situación probaron suerte emigrando antes de verse envueltos en todo ese lío. A mediados de los años 20 fue cuando la familia de papá quiso regresar a Armenia, y fue entonces también cuando a mi abuelo materno le ofrecieron trabajo en Escocia. Sin pensárselo siquiera, mi padre decidió dejar a su familia para quedarse allí también y casarse con mamá. Precioso, ¿verdad?
Mi relación con mis abuelos, pero, nunca fue la típica relación cercana de nieta mimada. No los veía mucho porque mamá decía que el abuelo perdió la poca cordura que le quedaba al poco de dejar el país. Son escasos los recuerdos que tengo de él, pero la mayor parte de ellos son de él sentado en su sillón de tartán y yo pidiéndole salir a jugar al jardín, mientras él iba humeando el salón con su pipa y cagándose en los turcos cada cinco minutos.
Mi madre, Teter Kaytsayin, era una mujer dedicada y que se desvivía por su marido más que por nadie en el mundo. Y quizá demasiado, a mi parecer. No es que yo estuviera falta de amor, ni mucho menos, pero siempre se ponía de su bando aunque ella fuera consciente de que él no llevaba razón. Si papá se quejaba de alguna discusión con algún compañero del trabajo en la que claramente su postura no había sido la correcta, mamá igualmente besaba su mejilla y empezaba a masajearle los hombros mientras alimentaba su ego diciéndole que la gente no sabía valorarle lo suficiente. Ella era esa clase de mujer. Me atrevería a decir que no era capaz de vivir sin él, y que sentía que su motivación en la vida era servirle y hacerle feliz hasta el punto de anteponerlo a él, y esa dependencia y amor ciego siempre me pareció bastante triste. Sin embargo, como todo el mundo, mamá tenía muchas virtudes. Para ella el único y verdadero amor de su vida era el arte, y eso era algo que siempre estaba un paso más allá. Lo que más me gustaba de mamá era lo profundamente apasionada que era, artísticamente. Tenía la curiosa costumbre de coleccionar portadas de revistas de cualquier cosa para más tarde utilizarlas para hacer collages. A mí me resultaba relajante verla sentada en la silla del comedor recortando todos esos papeles. Siempre estaba tan inmersa en sus creaciones que se olvidaba por completo de la existencia de todo lo demás. Creo que nunca se dio cuenta de cómo jugaba yo, revolcándome por el suelo inundado en papelitos mientras ella seguía en lo suyo, sin levantar la vista de su obra. Para mí ese era el significado de calma, y Kayts necesitaba de esa calma de vez en cuando.
El que no descansaba tanto era mi padre, Barkev Kaytsayin. Él era todo lo contrario a mamá. No tenía afición ni pasión alguna más allá de su trabajo como taquillero en la estación Joint. Él se despertaba cada mañana a las cinco y se pasaba el día fuera como la gran mayoría de los padres de mis compañeros de la escuela. Ya para cuando llegaba de trabajar se acomodaba en el sofá y ni siquiera se le cruzaba por la cabeza el preguntarme a mí por mi día. Yo recuerdo oírle resoplar siempre que leía el periódico mientras esperaba a que mamá acabara de prepararle la bañera. Nunca le daba tiempo a leerlo por la mañana, así que era el último siempre en enterarse de las noticias. Me gustaría poder destacar alguna virtud suya que recuerde de él cuando yo era pequeña, pero nunca llegué a descubrirlas. Yo me iba a la cama poco después, así que se podría decir perfectamente que no nos veíamos más de diez minutos al día. Me parece que es por eso también que por aquel entonces no nos llevábamos del todo mal.
Ignorando que ese miedo mío a crecer y hacerme mayor era algo inevitable, yo seguía tan radiante como siempre, trayendo luz a mi entorno e intentando que todos se sintieran mejor persona de lo que realmente eran. Pese a que había mil cuestiones que me molestaban y no acababa de comprender, era demasiado pequeña aún como para darme cuenta de que justamente ellos estaban haciendo que mi luz comenzara a consumirse muy poco a poco.
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Las vidas de Drunia
Vampire"He llegado a un punto en el que llevo tantos nombres y pasados a la espalda que no me acaba de quedar del todo claro quién soy realmente." Estas son mis memorias. Lo dejé todo escrito en cinco diferentes diarios. Es la historia de cómo la vida de a...