Un lugar para morir

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Hubo un tiempo en el que fui feliz.

Eso fue hace mucho, mucho tiempo. Ya nadie queda vivo de esos días. Nadie, excepto tú y yo.

¿Te acuerdas, Natsu? Yo sí, a veces con demasiado detalle incluso.

Recuerdo la humilde casita campestre en la que vivíamos los cuatro, rodeada de flores silvestres en primavera y de un césped abundante y verde durante todo el verano. Cerca había un riachuelo; te encantaba jugar a cruzarlo de un salto y más de una vez te caíste al barro intentándolo. Mamá se enfadaba bastante y papá, si estaba en casa, solía reír con fuerza al ver cómo intentabas huir de ella. Siempre te atrapaba.

No muy lejos había también un bosque en el que solíamos buscar moras y castañas mientras jugábamos al escondite. ¿Te acuerdas, Natsu?

Por favor, dime que no soy el único que todavía los sigue viendo en sueños, dime que fueron reales. Que antes, fuimos una familia que existió de verdad y que no son delirios míos. Que no estoy tan loco. Aún.

¿Sabes? Todavía tengo pesadillas.

Algunas son tan vívidas que soy capaz de oler el humo del incendio y de sentir el calor de las llamas en la cara.

Siempre empiezan igual: conmigo regresando del templo, ingenuo y sin preocuparme por llegar tarde a la cena porque sé que, en cuanto diga que había estado con los eruditos, ninguno de nuestros padres se enfadaría. Entonces es cuando huelo el humo, cuando me doy cuenta de que de pronto es demasiado complicado respirar y que el aire está plagado de cenizas.

Mitad de la aldea está cubierta por fuego. La gente corre y grita sin orden ni control alguno y a mí el terror me entorpece el cuerpo y atonta mis sentidos. El ritmo desquiciado de mi corazón es lo único que oigo mientras subo la colina hacia nuestra casa a toda prisa, corriendo y tosiendo, con humo y cenizas en los pulmones, lágrimas que escuecen en los ojos y un nudo de pavor absoluto dando vueltas por mi estómago.

Y es que verás, Natsu, que una de las maldiciones que tenemos los llamados genios es que, por mucho que nos intentemos engañar a nosotros mismos, siempre sabemos la verdad de lo que tenemos delante. Siempre.

Supe que vosotros estabais muertos en cuanto vi que papá no estaba entre los hombres que ayudaban a sacar a los niños del fuego o que mamá no encabezaba la larga cadena que se estaba formando para llevar agua desde el río hasta las casas en llamas. Lo sabía. Sabía que los había perdido para siempre, a los dos, pero eso no me impidió derribar nuestra puerta como un extraño ni adentrarme en el mar de llamas que inundaba nuestro hogar.

Te estaba buscando, Natsu. Porque no te encontraba por ninguna parte y sabía que tenías que seguir vivo. Grité tu nombre a la vez que las ascuas del aire incineraban mi aliento. El fuego me quemaba las pestañas, pero me negué a salir de ahí sin ti. Eras, eres, mi último resquicio de cordura. Eres mi ancla a la realidad, hermanito, y no puedes morir.

No puedes.

No puedes.

No puedes.

No puedes.

No puedes.


Dudo que recuerdes esto, pero te encontré durmiendo (no muerto, jamás muerto, no no nononono) bajo un trozo de techo derrumbado. Había sangre en tu cabeza y tenías los ojos cerrados. El fuego no te había alcanzado todavía, así que te levanté con cuidado, pues no quería despertarte, te acuné contra mi pecho y salí de lo que había sido nuestra casa por la ventana.

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