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Cassandra había llegado a New York.
—Suerte que vives en el centro de New York, Andrew. —susurró mirando su tableta la cual marcaba la dirección del pelinegro.
Tomó un taxi y minutos después llegó al hotel donde estaba Andrew.
—Hola, buenas tardes. —saludó—. ¿Me puede decir dónde se encuentra la habitación número ciento cinco?
—Claro. —respondió con una sonrisa amigable—. Suba al elevador y luego gire a la izquierda y siga el pasillo, ahí verá la habitación número ciento cinco.
—Muchas gracias.
—A la orden.
Cassandra hizo exactamente lo que le dijo la mujer de la recepción.
—Ciento tres... Ciento cuatro... Ciento cinco. —se paró frente a la puerta y tocó.
—Ya va. —se escuchó del otro lado.
El pelinegro abrió la puerta y no pudo creer que su mejor amiga estaba ahí.
Sabía que Cassandra le había pedido activar la ubicación, pero no pensó que era para visitarlo.
Bajó sus lentes de sol tratando de analizarla.
Capaz está alucinando y sólo es el repartidor de pizza.
—¿No me vas a saludar o es que ya no me quieres?
—¿Cass? ¿Dalaras? ¿Kana? ¿Viniste a visitarme? —preguntó torpemente abrazando a la chica.
—Noo... Vine a hacerte la visita conyugal. —bromeó—. Ni que estuviese muerta, An.
—Vaya, es que no me esperaba esto. —cerró la puerta después de que ella había entrado—. Cuéntame todo, con detalles, querida, aunque tenga que estar en el psicólogo por tres años.
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